martes, 25 de julio de 2023

Sueño de una noche de Santiago

 


Hoy volví a soñar con exámenes.

Estaba trabajando en la imprenta, pero aún así me quedaban algunas asignaturas para acabar la carrera. Por mi habitual desempeño al pie de la Xerox no iba a clase y, claro, estaba perdido más perdido que el barco del arroz.

Eran de dos asignaturas diferentes, una relacionada con física —pues la profesora era la que me dio Física las distintas veces que la cursé, Inmaculada Domínguez— y otra con la Geología Estructural. Esto es lo más curioso. El profesor con nombre marroquí inventado era en realidad un pakistaní que estuvo en la facultad haciendo la tesis y del que jamás supimos su nombre, aunque mi amigo Raef lo bautizó como Farala, por aquello de «tenemos nueva chica en la oficina» la primera vez que lo vimos entrar en la cafetería.

Ambos exámenes eran una mezcla de tipo test y preguntas muy cortas. Cuando llegué a hacerlos la gente aún estaba en una extraña clase en una zona porticada y había transparencias de sinclinales y anticlinales. Daba clases el señor pakistaní, pero con un acento muy de aquí, supongo que por referencias a mi profe de matemáticas, Paco, que era de Pulianas (Granada) pero converso al Islam. Al salir de la clase estábamos en una mezcla de la puerta del Aula Magna de la Facultad de Ciencias y un bar de mi pueblo, Las Palmeras. Había mucha gente de mi pasado, pero ya desconocía sus nombres e incluso sus caras. De repente vi a uno que empezó conmigo en año 94, que iba tan poco al clase que le llamábamos el «nuevo». Temía no acordarme de su nombre, pero no. Era Antonio. Antonio Marín Quiñones, me decía para mí mismo. Su cara era tan nítida que le venía la cara recién afeitada y sonrosada con singular definición.

Los exámenes empezaron en esa parte como de claustro antiguo. Unas mesas gigantes nos acogían. No estábamos ordenado sino desparramados; algunos se sentaban en escaleras que conducían a una luminosa puerta al fondo. Todo tenía un sabor muy antiguo, casi escolástico. Nos repartieron unos volúmenes. Eran las pruebas. Las preguntas venían precedidas de textos larguísimos. Ambos constaban de mil preguntas. O sea, teníamos que hacer dos mil preguntas sin tiempo definido. Y leernos esos prólogos farragosos.

Me percaté de que el de física era más una encuesta que un examen. Creo que explicaron que servía para la tesis de alguien y que lo rellenáramos. Pensé que vaya tongo de estadística, obligando a unos alumnos ciertamente avejentados —todos estaban alrededor de mi provecta edad— a colaborar con la tesis de un desconocido con preguntas bastante personales y muy al buen tún tún. No recuerdo ninguna ahora, pero era como esas encuestas que hacen por teléfono si has visto un chicle tal por la tele en el último mes.

Del otro sí que me acuerdo. Era un examen interminable que iba mutando con el tiempo. En un principio fue un volumen, pero después empezó a tener anexos y anexos y el profesor decía que es que ya nos había dado tiempo de leer los libros durante todo el cuatrimestre. Yo languidecía leyendo tediosos párrafos que ya poco tenían que ver con la geología estructural. Eran mil preguntas y para responderlas sólo me quedaban 36 horas o suspendería.

Para contestar algunas tenías que haber leído libros completos. Íbamos cambiando de sitio. Una plaza con bar con grandes ficus estilo Murcia, donde el profesor que ya había dejado de ser pakistaní para transformarse en un español tipo cantautor, me dijo que como no pagara no podía seguir haciendo el examen. Fui a un cajero en el hall de la facultad que a su vez contenía a la plaza, el bar y los ficus gigantes. Metí mi tarjeta y me decía que llevaba cuatro convocatorias y ninguna pagada. ¡Qué desazón! No recordaba haber agotado ninguna de ellas. Empecé a sentir lo mismo que sentía por aquel entonces cuando estudiaba. Un asco, un agobio tal que me anulaba. Me escupía la tarjeta porque no me sabía el pin… —eso es justamente lo que me pasa ahora—… estaba agobiándome porque anochecía. Por casualidad mi padre pasaba por allí y le pedí prestada la suya con miedo a que me dijese algo por estar haciendo exámenes sin pagar la matrícula. No, me la dejó y pagué y en la pantalla del cajero salió un mensaje con el tiempo que quedaba para que acabase dicha convocatoria. Menos de 24 horas.

Me dirigí a la mesa y de repente ahora estamos a la intemperie, en la explanada de fuera de la facultad. No había coches ni casi luces. Una vegetación más frondosa de la que recordaba cuando yo iba, selvática; y como en mucha de las ocasiones que sueño con estas cosas de la universidad el edificio se veía abandonado y sucio, surcado de grietas y raíces. La luz que nos iluminaba era azulada y venía de unas estrellas que estaban cerquísima de nosotros…

 Seguía rellenando preguntas y preguntas. Unas veces una simple x. Otras había que poner parrafadas textuales de los libros a los que se aludía y yo lo veía imposible. Podías consultarlo porque el libro estaba incluido en el examen. Una especie de código QR hecho de estrellas permitía meterte dentro del libro, que estaba escrito en el cielo y transitar por las letras y las historias que se formaban con enormes figuras delimitadas por líneas azul pálido en el firmamento. Cuestiones sobre el origen del Cosmos y la conciencia, sobre el mismo ser. Me desesperaba más y más. El profesor no se cansaba de decir que tiempo habíamos tenido de leerlos, pero a mí se me antojaban vastísimos, inabarcables, ilegibles en su redacción y conclusiones. Algunas preguntas eran muy fáciles, otras como ecuaciones del pensamiento indescifrables para mí. La gente iba acabando los mamotretos y dejando sus exámenes encima de una mesa llena de polvo.

De nuevo en el claustro. Tenía luz y tranquilidad de hora de la siesta. Había acabado hacía mucho en una extraña habitación el de físicas, o eso recordaba, pero en el que había sido de estructural me quedaban muchísimas preguntas. A mí ya me daba igual suspender o aprobar. El único que seguía haciendo el examen era yo y el profesor discutía sobre verdades filosóficas con unas alumnas que habían acabado ya, con una arrogancia y una chulería que se acercaba al acoso. Algo me obligaba a seguir allí, ya repasando esas páginas sin ton ni son, escribiendo con mi pluma azul pequeños apuntes en negro en los márgenes para aclararme sin conseguirlo. Estaba comenzando ya a llorar de impotencia.

Entonces me desperté. Me estaba meando. Eran las ocho —quince minutos antes del despertador— y la luz entraba ya fuerte por el hilillo de puerta abierta del cuarto de baño. Dormí casi siete horas del tirón. He soñado otras cosas que me angustiaron mucho también, pero ahora no las recuerdo. Estaba cansadísimo y tuve que darme otros tres cuartos de hora de sueño para incorporarme al mundo vigil.

No sé si soñé. Pero la sensación continuó hasta que sonó el despertador.
Hasta ahora que son casi las tres de la tarde.

viernes, 21 de julio de 2023

Hoy ha tocado autocensura (en Instagram). Tomorrow never knows.

 


Hoy me autocensurado con lo que tenía pensado hacer para las redes.
Iba sobre el despotismo científico. Todo por la ciencia, pero sin la ciencia. Creo que rezaba así mi pensamiento. No, no es dar la razón a aquellos que dicen que la ciencia es la nueva religión… sino explicar porque se percibe así. Vivimos en una sociedad donde el sentimiento gana a la razón por goleada. Sin razón, sin frialdad, sin asepsia, no hay ciencia. Ni sin paciencia, que, aunque parezca un pareado facilón, tiene mucha razón; mas en el tiempo del fast-thinking, de la premura informática, del miedo a perderse lo último, la premisa es la demagogia por encima de la argumentación. Igual vivo yo en un mundo que ya no existe. Los negacionistas de ciertas cosas batallan contra unos objetivos cara a la galería que son difícilmente realizables, aunque sean deseables, no seré yo quien lo niegue.  Todo es basado en tremendos estudios sesudos hechos por… publicistas. La ciencia te puede decir que provoca una cosa u otra y puede dar una solución para resolver x problema. Pero ya está. Y es que de lo que se habla últimamente es de una ciencia aplicada ingenieril ligada a grandes empresas que la gente aplaude como si fuesen corrientes ideológicas que han surgido de los pueblos. ¡Craso error! En nuestro mundo la ciencia, el saber por el saber, nunca ha sido una prioridad. Que se lo pregunte a los miles de investigadores de este país, por ejemplo. Mal pagados, siempre dependiendo de becas, viviendo al chorreíllo de las sobras. Sus enormes esfuerzos y trabajos solo tienen su repercusión en mamarrachonoticias de curiosidades o si tienen que ver con algo que políticamente interese. Muchos de esos a los que se les llena la boca de ciencia después para otros temas no son tan escrupulosos con el método y basan sus creencias en pseudociencias o directamente en pura chafardería elaborada por un complejo aparataje sociológico. Y si te paras y dices: yo no voy a comulgar con ruedas de molino, te equiparan con un negacionista. ¿Han visto mayor estupidez? Yo digo apliquen el método científico bien y te contestan la ciencia dice esto y eres un inmoral y un retrogrado por pensar así. Y lo que me gusta a mí es ser desapasionado y realista, quizás con una subjetivad un poco ceniza, eso sí, porque nadie está libre de imperfección. Yo soy un pesimista y un desencantado, desde que tuve mi revolución individual interna entre 2007 y 2009. Jo, han pasado a lo tonto 14 años de que mi cambio se asentara bien, y claro he ido progresivamente corrigiendo y aumentando cosillas, a través del conocimiento y la afinidad.
La ilusión no es una cosa que se pueda transmitir por ósmosis. Cada uno hace lo que cree conveniente para que al menos la conciencia la tenga tranquila, dentro de lo que cabe. Los depresivos tenemos tendencia al egocentrismo, pero también a la pérdida de autoestima y en creer que tenemos la culpa de todo.
Pues bien. Uno aprende con el tiempo conviviendo con esto que ni eres tan importante —prácticamente lo que pienses no le importa a nadie— y es más, es bueno que así sea. Cuando uno asume una derrota porque ve batallas inabarcables hay muchas cosas que carecen de sentido, y si a los otros les llena su botecito de narcisismo creerse tal o cual cosa, allá ellos, pero se vuelven muy pesados y tóxicos.
Hoy te dirán que votes, mañana que te deconstruyas, pasado que recicles. Por otro lado, gañanes y verdaderos negacionistas que actúan de forma directamente distinta. Imponer cosas sin que estés de acuerdo les pone, porque el poder es un elixir maravilloso mezclado con grandes prebendas.  Unos quieren que cambies porque el bien absoluto así lo dice… y te imponen una visión del mundo totalmente fuera de toda realidad —y las cosas reales son las que de verdad ocurren—. Los del otro lado del espectro basándose en dioses inventados unos, ideologías ajenas a nuestra cultura otros, y en el dios dinero todos, imponen la dura realidad —real más real que la realidad misma— de la desigualdad, de lo púdicamente moral y la consiguiente hipocresía y de la libertad muy fragmentada en cómodos plazos por el FMI.



Estoy en un sándwich de despropósitos.
Y mi burbuja a veces no es tan fuerte como para no ponerme de mal café.
La demagogia consigue eso en mí.

Y es que en el fondo de tanto pesimismo soy un utópico y quiero vivir eternamente en la República del Bidasoa, esa que pensara Don Pío, que a día de hoy no tendrá grandes fans entre los modernos. Ni entre los neoantiguos. Solo en los antiguos de corazón.
Esa sin moscas, sin frailes y sin carabineros. Las moscas, los frailes y los carabineros cambian con el tiempo… o no tanto. Todos somos caranineros de lo nuestro, pero a veces con demasiada intensidad, una intensidad contraria al buen gusto y a la tranquilidad de espíritu.



jueves, 6 de julio de 2023

Monotemas, corrientes y conciencia: ¡Vaya verano!

 





Desde que el mundo es mundo… bueno… desde que las redes sociales son redes sociales hay una cosa que me ha espeluznado sobre todas las cosas. El monotema. El lenguaje monotemático, martilleante, casi siempre fugaz y sobre todo pesado es un signo de los tiempos. Diría incluso de todos los tiempos, pero claro, con la interconexión total en la que chapoteamos como en un charco de y meada de vaca con aceite de motor quemado y negro de colofón cual jugadores de waterpolo puestos pues es aún peor. Cuando el hablar tol rato de lo mismo se vuelve irrespirable es cuando los que lo hacen suelen considerarse superiores que los demás. Ya sea por clase, por conocimientos o por moralidad. Recuerdo cuando la moralidad era cosa de meapilas, de la mujer del reverendo Lovejoy exclamando entre el tumulto: ¿pero es que nadie va a pensar en los niños? En la actualidad los niños son los demás, parece ser. Antes eran el infierno, ahora los peques de las redes. La puerilidad con la que se tratan todos los temas invita a pensar que es así. Cuando no existen sino los extremos dramáticos, los colores chillones, las regañinas, las burlas infantiles y la simplificación reduccionista. No hay apenas grises ni capas de contexto, sólo malos y buenos, nosotros y ellos. Un pensamiento que duda es por sistema un pensamiento del otro lado del espectro.



Me me vaya a enterar yo de que no votas.


En la realidad, sin embargo, todo es más complejo. Los hechos y las personas son más complicados que ese esquema que escapa a los pensamientos únicos. Muchas veces no tenemos fuerza o convicción para seguir la corriente, y preferimos quedarnos en la orilla fatigados y sucios bajo las inclemencias. Algunas otras la corriente que “deberíamos” seguir es tan tumultuosa o tan falaz que nos anclamos en medio del río. Y por lo mismo que antes, por debilidad, por falta de iniciativa… o porque queremos quedarnos ahí, que también podría ser.  Yo personalmente prefiero las llanuras de inundación o las islas poco transitadas. En el reduccionismo a ultranza suele ocurrir que ves enemigos en todas partes, como un paranoico. Los que no proceden según tus valores o tu moral son tan tontos que no te son indiferentes, son tus enemigos, te hacen algo. Yo aquí entono el mea culpa, pero a un nivel meramente estético. Me chirrían algunos comportamientos. La uniformidad me da miedo. Quiero decir, muchos diciendo lo mismo a la vez es un erial de la perspicacia y de la composición. El 99,99 % del resto de las personas nos debería dar igual. En realidad, de verdad de la buena, en el fondo, nos la sopla, y es así de una forma meridiana. Otra cosa es esa imperiosa necesidad de demostrar que somos buenas personas. Bueno, es una fantasía como cualquier otra. Verdaderamente queremos ser bondadosos con quienes nuestras supuestas herramientas morales nos dictan, aunque muchas veces eso provoca cortocircuitos en lo que viene siendo la coherencia, que tampoco es un valor muy en alza a la fecha de los corrientes. A los otros que les vayan dando mucho por saco entre otras cosas porque no se merecen mi consideración más distinguida. El tema moral, o directamente la moralina, dependiendo de las herramientas del paisanaje, determina quién merece esa ayuda —o esa lástima— y si los demás no son sensibles al mismo asunto, pues son unos malvados. De nuevo el reduccionismo. No voy a poner ejemplos; que cada cual busque los suyos, pero yo digo, como autoafirmación, siendo un despojo, un mamarracho, un tuercebotas… un mameluco: basta. Yo me planto. De hecho, ya me planté. Solamente creo que debo explicaciones a mí mismo. Los demás juzgan… que juzguen. Todos juzgamos en nuestra mente los procederes de los demás, no lo niego ni un instante, pero vivimos en una sociedad y cada cual que hago lo que quiera. Bueno, es mejor decir que cada uno haga lo que buenamente pueda. La vida es bastante mala como para permitirnos a todos hacer lo que nos dé la gana. Existen factores limitantes dentro y fuera, legislativos, de talentos, de destrezas, de la propia naturaleza y de nuestra propia conciencia. Hacemos lo que podemos, que es bastante. Pero dentro de esto sí que debería utilizar esta palabreja aquí. Sean más empáticos* con sus semejantes, si quieren hacer ese esfuerzo. No es obligatorio, no es ni siquiera necesario para querer a las personas, pero por favor… no les deis la turra a lo demás con superioridades morales de baratillo. No tengáis la impostura narcisista de decir: «yo sé lo que tienes que hacer». Para empezar no tienes ni idea la mayoría de veces ni de lo que tienes que hacer tú, y para acabar porque a lo mejor no te han preguntado.



SOY EL MEGOR Y TU NO


*Hay un oxímoron en esos de que hay que crear sociedades empáticas o corrientes empáticas… La empatía es una capacidad totalmente personal, individual, y por lo tanto no compartible con los demás. Ponerse en el lugar del otro —un lugar común para explicarla— es imposible de una forma general. Es lo que tiene ser un tiquismiquis con los términos.

lunes, 25 de julio de 2022

Miniatura de finales de Julio

 


A la manera antigua —si por antiguo entendemos lo que hacía hace una década y pico ya— escribo por el mero deseo de escribir, al darme cuanta que últimamente me recreo en algunos comentarios en terrenos abonados para ello, jamás en macetas ajenas y que no conozca.
Pienso en estos días en el desconocimiento tan real de millones de cosas que antes hubiese sabido, y que no me importan a día de hoy un pimiento, y de las cosas que jamás sabré sobre temas que, aunque irrelevantes en mi vida, me son gozosos conocer.

Estoy viajando con la mente a lugares lejanos que ya entraron en mi imaginario desde muy pequeño. Al Daguestán —como representante del Cáucaso— con Hasbulla, el joven enanito a lo Oskar Matzerath con risa contagiosa. A otros lugares del Asia Central —Kirguistán, Uzbequistán, Kazajistán, allí la lucha se enseña desde muy pequeño; el Sambo, herencia soviética, junto con a las tradicionales — por la ristra de peleadores de UFC y esa ristra de banderas. Los rifirrafes y cambios de bandera por cosas que desconocía —obviamente— con la persecución de los chiitas en muchos de estos lugares. A Afganistán de la mano de Gervasio Sánchez en una entrevista con un youtuber chuletita. Pienso en las montañas y en el cielo, y en las cabalgadas de Valentina Shevchenko por el Kirguistán con esos preciosos vestidos nacionales. O en la campiña inglesa que mi conocida Nataliya Kolesova nos acerca también a través de Instagram. Instagram es una gran ventana al mundo, y la gente se queda en cuatro cosas pedorras y en cartelitos de Canva. O en las lejanas tierras ignotas que aparecen de nuevo en la relectura de Randolph Carter, porque afortunadamente vuelvo a leer. En su mayoría libros ya leídos, o tebeos a medias, para que la motivación sea mayor.
Soñé el otro día que conocía al pequeño Hasbulla en mi pueblo, un pueblo andaluz amusulma-nado como de Doner Kebab, de decorado a lo Roberto Alcázar y Pedrín, pero que olía a polvo y a las comidas de CNZ Burak. Sueño de nuevo con pisos de estudiantes a la vejez, donde a la penuria característica de ese ambiente se unen mi Pequeño Lord, personas ya muertas hace mucho tiempo y otra que hace tan poco. Siempre vivo en habitaciones minúsculas atestada de cosas —como era mi costumbre— y con mucho polvo. Sueño y pienso en un pasado lejano que actualizado ni siquiera me atormenta ya, si no que me acerca a esos recuerdos inventados y olvidados que alguna vez tuve, esos futuros que no fueron, reciclados en entornos oníricos con recovecos intangibles. Como ya dije una vez el que dice que durmiendo no se vive, es porque no sueña.
He pasado casi todo el fin de semana, que era feria por aquí, encerrado en casa, esperando algo que me sacara del muermo cómodo y huidizo del calor. No hubo llamadas, solo alguna de la familia. Creo que cada vez estoy más a mi suerte, pero vamos, es mi culpa, sospecho. Ahora que he vuelto a leer, a ver regularmente películas y hacer dieta supongo que me conformo con eso.
Aparte del calor, las chicharras, las curas, mi atención máxima a Better Call Saul, poco podría decir, aparte de que todo el trabajo son bodas y me cuesta mucho mucho mucho ídem.

Me voy. Adiós.

jueves, 9 de septiembre de 2021

La algebraica picaresca del post vacío

 


El ruido de fondo es apenas perceptible. El mundo se agita, rugiente, entre noticias y escándalo, pero aquí solo hay papel apilado, cansancio y la prisa, esa espada de Damocles que arriba pendula movida por los aires de la Feria.
Pensaba acostarme ya pero sé que tan agitado y tan temprano solo conseguiría una conciliación penosa y cenar de postre techo y las luces de la calle. Voy a escribir algo al ordenador, me he dicho, como si no llevase horas aquí. Es curioso y penoso que mi condena bíblica del Génesis —el trabajo— y el asueto estén tan unidos a una máquina y a una pantalla, bastante mugrienta, por cierto. Pero como antiguamente en mi inerte blog verde manzana me dispongo a disponer las palabras para liberar la tensión de los días.
El ruido es apenas perceptible, decía. No sé si estoy metido en la Caverna de Platón o en el tinajón de Diógenes; la cuestión es que veo solo sombras del exterior. Mi normalidad, ya tan apartada de las noticias y del devenir agitado y ultrasónico del tema del momento, está tan ensimismada que incluso creo que es un tanto perjudicial, no por andar lejos de conyunturalidades, sino por el ensimismamiento mismo. Llevo demasiado pensando solo en trabajo y enfermedades, en dolores y en heridas en tobillos que no cierran jamás, en dieta incumplidas o cumplidas. En las últimas semanas al menos me he salido de la espiral diabólica de tener que ir a aguantar a la gente en el centro de salud. En los últimos días incluso a la cruel dictadura de los analgésicos, tanto es así que hoy me duele todo y he tenido que pedir a la vecina una pastilla la que fuese porque me duele todo el cuerpo. O es acaso que me he acostumbrado a ellos y el eterno retorno de adicciones y monos ladra desde lo hondo. Yo que sé. Ya lo averiguaré cuando pase la vorágine. No tener momentos de paz desde el último cierre perimetral —sería por febrero— y de días totalmente libres de preocupaciones desde cuando me fui a Carcabuey esos tres días de Enero. Ha habido mucho trabajo, lo cual es bueno, cierto, cuando uno es autónomo, pero claro también uno es —o ha sido— bastante tendente a la vagancia, ya sea por inclinación nata o por las secuelas de la enfermedad mental —o ambas—, lo cual me hace adoptar roles de eficiente emprendedor, cuando lo que sé es en realidad es una persona que echa de menos ir a los cafés, mirar las cosas que le rodean de forma desapasionada y leer. Al menos ese era el anterior mameluco que fui, pero creo muy mucho, que sigo siendo. Hay rutinas salvadoras que estos días se desbarran como mis montajes en Instagram y mis tonterías en Facebook y casi no aparecen más que unas fotos de mis felino compañero de piso, porque de fatigas lo es bien poco, unos cielos y unos selfies de mamarracho con cara de agobio. como el que acompaña este escrito, por ejemplo.

Por delante quedan aún mucho trabajo y algunos días de oler a tóner y escuchar la máquina y sentir su aliento caliente y apestoso en cada poro de mi cuerpo. Lo digital huele mal, en serio. Las máquinas vetustas que me rodean, cuando se trabajan con ellas huelen a pan recién hecho comparado con el maldito tóner. La tinta grasa, la gasolina. El papel sigue oliendo muy bien. Aquí tengo 50 paquetes de 500 pliegos —25.000 hojas destinadas a tripas—que habrá que poner en blanco sobre crema. Al menos ya veo una lucecita al final de túnel y pronto echaré a andar la Xerox a toda máquina como si de un barco mazacote y gris y azul recorriese el Mississippi con sus aspas electromagnéticas.

Lo que pasará de aquí a una semana aún lo ignoro. Deseo irme a ver a mis amistades, esas que no cultivo en persona desde el 2019, en otoño. Algunas incluso más. Estar en Madrid siempre fue catártico y bastante entretenido. Agobiante a veces, pero es que cuando vivía allí había demasiados planes y muchas cosas por hacer en el Máster and Commander de Procesos Gráficos, que tan magníficamente hice en ese colegio de Opus, de lunes a jueves durante un año entero. Cuando voy a hora paso mucho vegetando en el hotel u hostal, dependiendo de los dineros disponibles en el momento. Quiero pillarme un hotel cerca de la Glorieta de Bilbao cerca del Cafè Comercial, y de la calle Luchana, de grato recuerdo para nuestro gran Club de muñequines, algún peluche, personas un tanto especiales y un farminazi que en el fondo es un trozo de pan. Tribunal bastante cerca, el Barrio de las Maravillas y a un tiro de piedra de Gran Vía. O quizás me vaya a la Puerta del Ángel, o la Plaza de Santa Bárbara, con los cine Ideal cerca, o la Filmoteca y la extinta La Bien Querida, sitio de tardes y cócteles con Angelica. Y cerca del Donzoko. No sé aún. Planeo sobre futuribles más que nada. Ahora me tomo un vaso de leche y a dormir y poco más.
Pues sí, parece que he conseguido lo que pretendía, entretenerme una media horilla, y el sueño llega poco a poco inducido por el cansancio y la química.
No corrijo ni nada, como antaño.
Jejeje. Estos post siempre fueron un poco metida, un poco timo, picarescos en plan engañar el chocolate con pan y ese tipo de cosas.
Buenas noches.


sábado, 1 de mayo de 2021

Interior de un convento (metafórico)

 


Bajando la Cuesta de Martos el aire era fresco aunque el sol diera fuerte sobre la calzada. Como muchos días de los últimos meses iba al Centro de Salud a curarme la herida por enésima vez. Poca gente había por la calle. Es Primero de Mayo y en domingo adelantado ha virado el sábado con el rojo color de la festividad y del propio domingo en el calendario.

Algunos se arremolinaban en la puerta del Lagartillo, a la busca de pan, como me enteré posteriormente, pero el resto de la calle Ancha permanecía desierto, con el silencio roto solo por los pájaros omnipresentes ahora y algún coche. El gran edificio de paredes blancas al que rodeo es el antiguo Convento de Scala Coeli, popularmente conocido como “las monjas”, que ha pasado a lo largo del tiempo por  ser el Secretariado (de Caridad), F.P. (Instituto de Formación Profesional Cristóbal Toledo), Casa de la Juventud, hoy Casa de la Juventud y Cultura que alberga la Escuela Municipal de Música Joaquín Villatoro. Todo este rollo para describir una pared grande y blanca con puertas antiguas y la cruz de una antigua orden coronándola. Ahora mismo no recuerdo si es la de Calatrava o cual. Antiguamente había una Iglesia que fue desmantelada hace relativamente poco de la que sólo se conserva la torre. Pasando por esa paz de pájaros y cal y con la cabeza en busca de una calma improbable pensé por un momento en los reporteros gráficos asesinados en Burkina Faso. De ahí he saltado a Thomas Sankara del que apenas conocía nada hasta que el otro día el Zurdo lo refirió. He pensado en revueltas y en el documental que he visto a través de la Filmoteca Española en Vimeo Furia Libertaria ¡Qué vorágine de mundo! Y entonces pensé en la celda humilde de cualquier monja o cualquier cartujo. Ese muro que toco con mis manos fue otrora el dique que contuvo el mundanal ruido del silencio conventual. Pienso en ese convento de Extramuros donde la vida pasaba lenta llena de maquinaciones y pobrezas, pero también me acuerdo del recoleto pasar del tiempo en aquellos monasterios medievales, donde ora oraban y ora trabajaban y el trabajo de algunos no se diferenciaba del que yo ahora ando, salvando distancias y tecnologías: hacer un libro. Ese mundo encerrado, lleno de dolor, ahora con mi pierna renqueante y llagada con un estigma laico que recuerda lo enfermo que está mi cuerpo, acaso diferente al fingido por esa monja protagonista de la película de Picazo llevada a la vida por Mercedes Sampietro acompañada por su cómplice Carmen Maura, me es bastante próximo ahora.
Vivo en semienclaustramiento en la casa de mis ancestros, mortificándome con los más nimios motivos y por una lucha interior bastante penosa, pero bastante más prosaica y cutre que las de elevadas disquisiciones morales. Uno a los padecimientos, el hambre, está presente, esa austera sensación casi olvidada en Occidente, pues las dietas y regímenes aún parecen vigilias y ayunos de viernes de cuaresma. A mí me falta la oración y la devoción, pero no la asperezas de este valle de lágrimas. Soy consciente de que esto está quedando deprimentemente teológico y solo falta que me flagele con un silicio y yo en realidad venía a hablar del gozo del aislamiento. Dentro de un claustro, ya tenga ciprés o limonero, con el rumor del agua que corre de una fuente, y con horas pesadas y lentas pero tranquilas y libres, la paz existe por momentos. Igual que en mi patio agónico sin más plantas que el verdín ya seco de las paredes y sin más vida que mi cuerpo gordo en una silla y el gato debajo del tendedero o montado en un palet destinado al punto limpio. Las moscas y el medio día. Los gramos de nueces que me tocan en el tentempié que unen el desayuno con la comida. El dolor de la herida recién curada clama parte de esa paz, pero si uno se está quieto se está bien, sin demasiados pinchazos. Hace fresco y las moscas están bastante menos pesadas que ayer. La bilis negra hace mella, eso sí, pero en la tranquilidad del piar de pájaros y mi pequeño claustro encajonado por los vecinos y lo que fuera el colegio de otras monjas —a éstas sí las conocí— es algo ya bueno per sé. Bien es verdad que si pudiese ingerir una droga para anularme hasta después del verano a lo mejor la tomaba... Bueno, paro ya, que llevaba tiempo sin escribir tanto y me estoy quedando con los ojos como puñaladas en un tomate. Me voy al patio, a la molicie anterior a los pimientos asados con 80 g de huevo duro y 130 g de atún que tengo hechos desde esta mañana, porque el día comenzó con que yo hoy comía fuera y fíjense. Cosas de la desidia y el coronavirus que campa por ahí.

domingo, 4 de abril de 2021

Vanitas vanitatis


 Vanitas vanitatum et omnia vanitas
Vanidad de vanidades, todo es vanidad.


Hoy dormí muchas horas. El cuerpo lo venía necesitando ya. Hace ya tres o cuatro días que he dormido acostado. Pero es dormir un rato —de dos a tres horas— y ya no poder seguir y quedarme acostado desvelado esperando el alba. Ya casi no me agobia tantas horas de no hacer apenas nada y cambiar de postura sabiendo que eso traerá un latigazillo de dolor. Hoy dormí muchas horas, pues. Me acosté muy muy agitado, y eso que hice por tranquilizarme. Nada mental. Era corporal, una tensión en los hombros, las respiraciones pesarosas e incómodo en toda posición. Pero caí y dormí. Muchas horas. Hacía ya tiempo que no recordaba los sueños tan nítidamente. Supongo —ya casi nada me parece seguro a esas horas— que porque no fue un dormir tan interrumpido.

Algo me llevó a un gran edificio con muchas habitaciones y muchas oficinas. Para pasar tuve que pasar un control parecido al aduanero, pero no sé lo que buscaban. Se entraba como en una enorme nave parecido a un matadero, a un mercado o similar. Arriba estaban esas habitaciones que parecían prefabricadas tal que cubículos de oficinas o esos despachos a pie de obra. En cada uno había dos mesitas y un frigorífico. Conocía a una persona que trabajaba allí, entre paneles asépticos verde claro silla de escuela y archivadores definitivos blancos y negros, de esos que forman el extraño moaré de las guardas de los libros antiguos. Era la mezcla de dos personas que mi vida vigil también entrelazo en mi cabeza. Ser de la misma ciudad, parecida apariencia general y cierta desestabilidad mental llenan los huecos de una ausencia no elegida por una parte y una virtualidad que no creo que se concrete en realidad por otra. En el sueño esa chica trabajaba allí y tenía que acompañarla al otro lado del río. Nos asomamos a una dársena —era el porche posterior de mi casa en el campo, de ahí quizás el frigorífico que desentonaba— y el paisaje era como el río de mi pueblo si hubiesen pasado algunos cientos de años y el tiempo y la erosión hubieran borrado la canalización creando una llanura grandísima que es su base cobijaba un río enanito que formaba, eso sí, enormes lagunas someras, con mi pueblo al fondo más aferrado a la loma que lo contiene que ahora. Atardecía y según nos dijo un señor que parecía controlar las entradas y salidas de dicha dársena elevada: Tened cuidado, la glaciación avanza incluso ahora en verano. Y es que ciertamente la mentada llanura de lagunas estaba llenándose por gruesos copos que caían lentamente. Y añadió: Pero sobre todo por los rayos. Los que producen esos charcos negros, dijo señalando a un pequeño cráter inundado. Pensé en ese momento que a lo mejor podía coger fulguritas, esas rocas formadas por impactos de rayo. Al fondo, con el horizonte formando un tormentoso cielo de Flandes, los rayos caían, muy azules sobre el terreno de vez en cuando, salpicando agua o quemando alguna de las casas viejísimas y raquíticas al lado del río, auténticos arrabales de un futuro improbable. La vegetación de la ribera que explotaba como si en vez de savia tuviese queroseno en los vasos leñosos cuando era alcanzada. Aún así teníamos que llevar un paquete a algún lado. Se hizo de noche y una de las calles se inundó de repente cuando avanzábamos para el pueblo. Lo que en realidad mide a día de hoy 150 metros eran kilómetros y kilómetros de casas ruinosas y cañaveral. El frío arreciaba y los rayos seguían cayendo cercanos, hasta que uno cayó al agua casi al lado. Huimos cada uno en una dirección, pero los rayos en el río actuaban de forma extraña y seguían su curso de forma subacuática. Desgraciadamente alcanzó a la chica que me acompañaba. Yo no lo vi. Fue una sensación de pérdida muy real.

Me desperté. La herida palpitaba y estaba bocabajo con el pie extendido, una idea genial para que te duela una úlcera. Creí que se repetiría lo de todos los días. Serían las 5. Bajé y todo abajo, aunque no me acuerdo bien de lo que hice. Tomé una pastilla, eso sí recuerdo. Y que el gato me seguía. Me acosté de nuevo y hubo un impase con el teléfono, pues algo subí a esas horas, pero es un recuerdo, más fugaz y remoto que el propio sueño. Dormí de nuevo.

Mismo edificio, pero ya no hacía frío, ni parecía prefabricado. Intentaban averiguar porque había desaparecido lo chica.  Yo conté mi historia de rayos y centellas, nieve y ríos. Afirmé haberla visto morir, porque ese era el sentimiento, pero pensé y no era así. Sabía que se había muerto pero yo ni la vi arder ni nada. Y menos su cuerpo. Me dijeron que había pistas que apuntaban a que la empresa donde trabajaba la eliminó por saber algo que no debía saber. A mí me pareció más raro que la aventura del trueno azul debajo del agua. Pero descubrí ciertas cosas que apuntaban a eso en esta segunda parte del sueño. Empezó a hacer frío de nuevo mientras buscaba en una habitación de hotel desvencijada. Desde cuándo era yo detective o algo parecido, me preguntaba. Quería llegar a una verdad que iba mutando en el sueño con el tiempo. Al final la encontré con una pista que había dejado en un tablón de esos de corcho... Un recibo de algo hecho en impresora de puntos que nombraba el nombre de una canción y de un momento en particular que recordé. Después lo miré y era un recibo de cualquier cosa sin interés alguno. Ahora esa persona, a la que había visto y no visto morir, para después desaparecer, no existía ni la conocían allí.

Me despertó el teléfono a las 10. Una llamada, no hay otra, el domingo es el único día donde el despertador descansa. Balbuceé respuestas a mi madre. Me sentía horrible. Pensé en qué proceso me había llevado del subidón de alegría de ayer, inesperado,  por las primeras ventas de Mame Inc a encontrarme tan nervioso por la noche y a tener una mañana tan agónica. De nuevo esta aquí. Nada nuevo bajo el sol. Me dije esta frase y pensé en el pasaje donde deriva esa frase. Creo que logré acercarme al origen de los males, aparte de dolores y pesadeces corporales. Ayer tuve visita por la noche, para salir un poco de la rutina. No estoy acostumbrado a tantos estímulos y jaleos. Cuando se fueron leí por primera vez el fanzine entero. Estoy ya aburrido de lo que pone. Me pareció repetitivo. Aburrido. No merecedor de andar haciendo el tonto con una publicación que me estáis comprando por pena o por una obligación absurda. Nada nuevo bajo el Sol, vanidad de vanidades. He sido demasiado vanidoso, me castigo. Sé que es una distorsión porque no es para tanto. Algo va mal. Hago por levantarme a las 11. Tengo que ir a curarme pero siento cansancio y nervios. En el estómago anda algo mal. A la gresca. Mi mente bulle ahora tras la noche de muerte. Voy a curarme totalmente zombie. Me toca el único sanitario desde Noviembre que corrige la cura. La hace con una desgana desacostumbrada en el cuerpo y como le da la gana. Yo le digo es así. Es igual me dice. Esto me parece igual del extraño e irreal que todo mi sueño. Me vuelvo cabizbajo a casa. ¿Tendré coronavirus o es simplemente que ya hace maldito calor por las calles?

No sé, comienzo a escribir esto. Me voy a comer a casa de mis padres. La cosa no mejora mucho.Vuelvo. Acabo esto ahora. Suenan las golondrinas que tanto entretienen a Pequeño Lord. Hablo con Jimina sobre los restos de Flos Mariae.
Ahora sí... me voy a la cama.