miércoles, 23 de octubre de 2019

Sueños desde la antigüedad

Cae del cielo el agua que desborda

los diques y los ríos y los pantanos.

Yo, viejo, miro por el vidrio roto del ventanal
de las últimas lluvias que veré como
espectro en vida otoñal.
Pienso, leo, releo, lo dejo
paseo por la calle
extraño en mi casa
insólito en mi círculo
miembro único de mi manada.
Engaño con mi endeblez
y con mi fortaleza a iguales partes
soy de cáscara dura
pero de blandas entrañas de gelatina
que pierden el sanguinolento tono
por el gris impávido de lo acontecido
del hastío y de los sueños corrompidos.
En definitiva me reinvento
siendo lo mismo por dentro
¿acaso filósofo o pensador?
No; sólo sueño. 
Ni con un mundo mejor
ni con sanar la razón
ni siquiera con salir de este bucle 
malsano.
Sueño y ya está,
finiquitado.
No hay que darle más vueltas,
aunque orbite en Yuggoth
o esté en las convecciones del manto.
Soy lacayo y señor
de mí mismo
y eso duele
como una úlcera abierta
o un viejo amor olvidado
que viene de visita
en el duermevela que devasta
imperios y reinados 
del Oriente.


Randolph Carter 
Anno MMXIII Día Internacional de la Oscilación
(Precisamente ese día 21 del que hablo a continuación me sale este recuerdo en el facebook de Randolfo, creo que denota la importancia del sueño en mí y mi reverencia a tal acción aún no explicada del todo por la ciencia)





Llevo un par de semanas durmiendo regular. Hace tres o cuatro días empezaron las pesadillas. Antes la falta de sueño me provocaba un desánimo diríamos que demasiado amplificado. Lo que me ocurre ahora es simple cansancio. He tenido varios sueños desasosegantes.

Siesta del domingo 20 de Octubre

Había dormido por la noche poco más de tres horas y llevaba en planta desde las 6 y media de la mañana. Logré quedarme durmiendo a eso de las 5:30 de la tarde. Me desperté sobresaltado a las 6:15. Después dormí hasta las 8 y pico sin sobresalto.

La sala de la imprenta era más grande y antigua que la actual. La iluminación era preciosa, amarilla, de bombillas mezcladas con vela. Color oro viejo. Todo tenía mucho polvo y era de noche. Trabajaba afanoso en una enorme máquina —creo que la Presto que tengo en casa de mis tíos— haciendo un trabajo tedioso. Era noche avanzada, seguro que de invierno, pues la evocación que sentía era como el comienzo de Canción de Navidad de Carlos Dickens. Poca luz y frío que congelaba narices. Ese olor a leña que pronto inundará mi patio. Estaba bastante cansado. De eso me acuerdo. Subí arriba y alguien había ocupado mi casa. No me explicaba cómo habían podido entrar porque hay que pasar por la imprenta antes de la casa. La decoración había cambiado. Donde antes había solo pared blanca y chineros ahora estaba tapado por telas de mandalas, elefantes y atrapasueños, en un constrastado claroscuro y olores a incienso… obstruyendo la puerta del balcón había una pizarra Vileda con una programación escrita. Una programación didáctica, típica de un estudiante de oposiciones a profesor. Eran un marasmo de leyes y letras. El damero del suelo oculto alfombras y algún puf diminuto. Olía a pachuli. Todo se vuelve borroso a partir de aquí. Me desperté, pero hubo más sueño, lo sé porque ya en vigilia recordaba a la inquilina okupa, una jipi tan del estilo granadino de los 90. Lo que no recuerdo es la causa del gran terror con el que me reincorporé al mundo de los despiertos.

Después soñé más con sobresaltos. Se me ha olvidado lo que fue.

Madrugada del 21 de Octubre 

Después de la anterior siesta me costó dormir. Llegaría a la aventura onírica a eso de las 3 y pico. A la hora que desperté sobresaltado eran las 7:30.

En los extrarradios de una ciudad hay grandes avenidas que separan grandes edificios cúbicos blancos. No son de ciencia ficción, son parecidos a la politécnica de la UGR y al edificio de la General. Por eso y por el ambiente que se respira supongo que estamos en Granada, aunque son parajes semiabandonados. La hierba que creció entre los adoquines y cemento se ha secado y se agita al viento frío. Vamos un grupo de personas andando, a su vez formando subconjuntos más pequeños. Son amigos y conocidos que iban al instituto conmigo, pero esto pasa en el presente. Estamos más viejos y, en algunos casos, el paso del tiempo ha hecho mella en antiguas amistades. Precisamente hablo con uno con que a día de hoy no tengo demasiada relación y me comenta que ha tenido doce hijos. ¡Qué raro! —pienso para mí—, si fuese verdad me hubiese enterado y no se me fue de la cabeza en el sueño de que era un mentiroso. Le pregunto a otro y dice que solo tiene uno. Mentir por mentir. Vaya. Nos acercábamos a un restaurante donde había una especie de quedada extraña. Era rara porque me recibieron miembros del Luchana y compañeros de universidad. Recuerdo que me abrazó Pablo Vázquez. Justo después dos amigos de la facultad blanden unas especies de cuchillos espada de vidrio volcánico —los geólogos y sus movidas— y uno de ellos me da como toques con la daga y nos reímos. Quiero coger la del otro, pero me advierte que está muy afilado el filo. Lo miro y noto un corte en el dedo y el ris de la obsidiana en la yema. Estaba como un cúter recién estrenado. Recapacito, y si eso me ha cortado tanto, cómo es que no me han hecho nada los toquecitos. Miro para abajo y de la clavícula a la parte baja de la barriga tengo una raja en la carne. No sangra, duele ahora. La grasa se ve en la herida limpia formando la pared de una especie de cañón de medio centímetro. Un poco más al centro, más pequeña, y acabando en el ombligo, otra hendidura. Más profunda. No derrama nada tampoco, pero el fondo es azulado, como de sangre quebrada. Aquí desaparezco o no me acuerdo. 
Están ingresándome en un hospital especial para agredidos con monos de sustancias. Declaro mi síndrome de abstinencia al trankimazin, y me meten en una habitación como las de la UVI, con mesas y aparatos en el centro y camillas a los lados donde cada uno reposa. Cada camilla da a una puerta con unas habitaciones que son como cuartos de estar. Pero las camas están fuera al lado de un fregadero de laboratorio individual. Había un pijo viejo que ensortijados pelos sal y pimienta que me explicaba dónde estaba todo. Me dice que en unos cubos rectangulares y someros de metal llenos de agua había que meter las manos para lo de la telepatía. Me siento muy extraño. Me explica que las personas que estamos allí, por esta carente de una sustancia en el cuerpo, tenemos la posibilidad de desarrollar la habilidad de, al sumergir las manos en los recipientes, comunicarnos entre nosotros. Unas enfermeras ya mayores, de esas bien chivas —creo que este palabra es un endemismo de aquí, viene a ser de genio poderoso, mala leche y sentido del humor retorcido todo junto, fresca como una lechuga—, que nos tratan como si fuésemos niños. Yo me quiero ir de allí.
El cocainómano pijo se ríe y sumerge las manos. Comienza a dolerme la herida. Ahora está como pegada a la ropa, abro y está sellada con eso transparente que ponen en algunos cortes. En ese momento me despierto. Estoy bocabajo y me duele desde la clavícula a la parte inferior de la barriga. Es como una molestia vestigial, que me mosquea bastante y después se pasa para no volver hasta ahora.

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El dormir ha continuado siendo muy irregular desde que soñé estas cosas. He soñado más cosas después, he visitado casas antiguas, visto a mi abuelo con vida de nuevo, bajar por el hueco de un ascensor, sentir texturas olvidadas en la punta de mis dedos, comido pastel amasado por una víctima de la peste negra… pero estaba tan ocupado con estos dos, haciendo lo posible por no olvidarlos que han ocupado el puesto de los otros, más nuevos en el recuerdo. Pasa si lo piensas mucho, claro.




lunes, 23 de septiembre de 2019

Hoy ha entrado el otoño.



Hoy ha entrado el otoño. Veo en las cuentas de Instagram de gentes de otras latitudes que en realidad el otoño comenzó a llegar hace unas semanas y ya visten con jerséis. Nueva Inglaterra, Canadá, Escocia. Me dan profunda envidia. Hoy ha entrado el otoño. Pero yo ahora mismo estoy un poco acalorado porque he estado frota que te frota con nanas en una pieza de maquinaria obsoleta especialmente mugrosa y dejada. He tenido que poner orden. Con septiembre suele venir el empezar a utilizar los arcaicos utensilios de la tipografía. En verano han estado silente yo diría que todo el rato. Hoy ha entrado el otoño.
Es curioso como el verano que simboliza para muchos lo refrescante solo trae ya hedores de muerte y plástico derretido a mi mente. Bien sé que el temido veranillo del membrillo dejará esa fragancia algunos de los días por venir y que si todo es como se teme, el frío se resistirá un poco más en llegar, como cada año, retardando las lluvias si las hubiese. Eso es lo que más detesto del mundo en la actualidad, la demora del frío por estas tierras y el alongado estío del que lo poco cansa y lo mucho empalaga. Los niños del verano que solo ven las vacaciones y la molicie aún no saben a lo que se enfrentan en sus vidas adultas entre sudores y moscas de agosto. Tampoco puedo obviar que ha sido mi mejor mes de agosto en muchos años, aun no estando viviendo en mi casa. La causa es una mezcla de estoicismo, rutina y supongo que mejora de lo mío. Agosto como vestigio terminal del estudio, como soporífera vacación ya parece no tener cabida en mi mente, siendo solo ya el irritante calor y el trabajo a jornada partida lo que define el mes: era tan pesado antaño.
Hoy ha entrado el otoño. Pronto el olor a leña que conduce directamente a la Navidad embriagará el ambiente. Ojalá eso no deje el mundo hasta que me muera. Es de lo poco que me acerca ya a la tierra. Hoy ha entrado el otoño. Como unos cuantos antes en los ratos libres escribo para Línea de Sombra. Esto muy oxidado y este texto es mismamente un desentumecedor, el 3 en 1 de falanges, carpianos y metacarpianos, de neuronas chirriantes que apenas consiguen que las sinapsis lleven las nuevas del cerebro a los dedos oxidados. Hoy ha entrado el otoño.


Aún no sé el porqué de actualizar y mantener redes sociales cuando cada día más arisco pero más despreocupado me meto en mi agujero de hobbit aún sin algunas lámparas ni televisor. Supongo que necesito estar apegado de alguna forma a gente a la que estimo, pero que cada vez es más difusa en mi día a día por desidia contrastada. Voy perdiendo amigos y no porque hoy ha entrado el otoño y se caigan al suelo como hojas amarillas, sino por la pobreza de mis interacciones, la creencia profunda y real del no tener nada que decir en la mayoría de los temas que se tratan, de que como a enajenados señores de antaño la soledad del castillo solo logra sacar a relucir la cercanía de la paz con uno mismo al precio del desapego de las personas que alguna vez se interesaron por uno. Y uno por ellas. Creo que no es frialdad ni lejanía, aun menos ningún desdén o menosprecio, es simplemente que el calor me ralentiza de una forma y el frío de otra, y el entretiempo estoy ocupado trabajando y pensando en pensar lo mínimo, y pensar lo mínimo es la renuncia a recordar de forma constante tu lugar en el mundo. Y esa renuncia, como toda renuncia, tiene sus consecuencias que no sé si logran el propósito original de hallar tranquilidad, pero puedo decir, amigos, que está bastante cerca.  
Hoy ha entrado el otoño. Ya lo he dicho, ya os habéis enterado, claro que sí, si has llegado hasta aquí. Que lloviera mucho me haría feliz ahora que el trabajo no me turba y el paso de las horas vuelve a ser poco belicoso. Hoy ha entrado el otoño. A las 9 y pico de esta mañana sin ser muy exacto.

PD: no voy a corregir, sino a posteriori como hacía hace ya mucho, cuando había gente que me leía con frecuencia, y yo pueblicaba más frecuentemente aún.
Tiempo de lectura: lo ignoro.
Tiempo de escritura: 25 minutos.


domingo, 7 de julio de 2019

Lo innecesario



Nada en la vida es necesario. Cuando la gente pregunta sobre cosas que no le gustan ¿pero este remake era necesario? ¿y este libro? ¿y tal programa de televisión? Pues no, jamás fueron necesarios ni por asomo, ni las sinfonías de Beethoven, las películas de Welles, los libros de Chesterton o las pinturas de Durero. Ni siquiera Netflix. Para nosotros, como especie, nada de esto lo es. ¿Acaso se come el celuloide, el papel o los óleos? ¿Se bebe el sonido? ¿Son los spoiler base de cadena trófica alguna? No. La forma de definir las acciones de los seres vivos han variado a lo largo del tiempo, pero siempre fueron relación —nuestro contacto con el medio, con otros seres y con nuestros semejantes—, nutrición —comer, respirar y esas cosas para tener los metabolismos niquelaos— y reproducción —para perpetuarse, que es nuestra única misión, que lo sepan—. Si se indaga más en esta idea, mientras más civilizados estemos más nos alejaremos de lo primordial, más que nada en pensamiento y disposición, porque al final somos lo que somos, una especie ni fuerte ni rápida ni demasiado adaptada a un medio sin mediar por ahí la inteligencia.

La movida de estar vivo

Y dentro de la innecesaridad concurrente y asumida como inevitable por nos,  zoon politikónes de primer nivel, el arte es la última frontera de lo innecesario y lo fútil. No es esto nuevo, nada nuevo, y que lo diga yo, pues tampoco. El arte y la cultura, que tan por bandera tienen muchos movimientos sociales por mucha querencia por la deriva civilizatoria occidental a la que llaman progreso. El todo en su conjunto ya es progreso, aunque las personas clamen en las redes con supuestos virajes a lo profundo de la caverna o a la involución social —como si esto fuese posible sin catástrofe de cualquier índole de por medio—. En occidente todo progresa viento en popa, y en este sector de la tierra todo anda mejor que hace mucho tiempo. El tiempo da la justa perspectiva. Y el arte no ha tenido nada que ver en todo esto. El progreso no se mide en términos estéticos. Eso también lo creen los que se dejan llevar por las líneas editoriales de los creo que hoy ya casi extintos dominicales de los periódicos. Se mide en camas de hospital, en porcentaje de gente escolarizada y alfabetizada —lo que hagan con su conocimiento es irrelevante a efectos de progreso—, en población famélica, en hambrunas. Incluso en guerras. Las artes de la literatura, cine, televisión, música no indica nada, solo que nos gusta entretenernos.

Dicho esto, el arte y sus derivados son los que no ayudan a dar un sentido al absurdo de la existencia. Somos cognitivos de una manera tan artificial —si comparamos con el resto de las especies del planeta— que ese plus a lo mejor es aconsejable para mantener una mente más o menos sana, dentro de lo complicado que es todo el mundo moderno —no me refiero la actual posmodernidad, sino a la deriva después de la revolución neolítica—. Hacer un cuenco para beber no es arte, en eso coincidirán conmigo, pero si al cuenco le ponemos unos dibujillos y unos relieves pintorescos nos acercamos mucho al arte, aun quedándonos en artesanía. La increíble sofisticación en estos últimos 10000 años nos han llevado a crearnos la necesidad. En los días que correr la forma de expresar las cosas acercan lo accesorio a lo primordial. Necesito la tercera temporada de Stranger Things no chirría. Es como si dijésemos necesito comer. Y nada más lejos de la realidad, como vengo relatando incluso demasiado machaconamente desde el principio de este post.

Yo siento inclinación por la escritura. Me gusta inventar historias y situaciones, personajes y ambientes. En mi cabeza suenan bien,  lo juro. Cuando intento plasmarlo en la pantalla, como estoy haciendo ahora, las cosas se derrumban, como la casa construida sobre la arena de la parábola bíblica. Lo he contado más de una vez. En 2008 comencé una novela. La premisa me parece interesante y he pergeñado en esta larga década bastantes alicientes y chalchipirris para esta. Todo se derrumba cuando empiezo a escribir —ya de nuevas, porque mi estilo de 2008 es cuanto menos sonrojante—. Esto me lleva a pensar en todas esas personas que sienten la “necesidad” de escribir y aún más, la ultranecesidad de publicarlo. Hoy en día hay muchas editoriales en nuestro país. Aun así, la autoedición, antiguo paradigma del underground más outsider, es el proceso más utilizado por los que positivamente no interesan ni al sistema editorial establecido ni al alternativo. Leer es la actividad accesoria que considero más necesaria en mí, por el simple hecho de que mi concentración —y mis ganas ¿por qué no decirlo?— no me dejan hacerlo. En la actualidad estoy leyendo algo, pero han de ser cosas ligeras, por estilo o longitud. Hablando en plata, no puedo hincar el diente a enjundiosas obras demasiado profundas, cuando es realmente lo que me gusta y disfruto. Helo aquí. En esta desvirtuación —elijo este término tan de modé a drede— encontramos que la supuesta necesidad no lo es tal. Haciendo un paralelismo de niño de primaria ¿qué necesidad hay entonces en que mis escritos u ocurrencias salgan a la luz? Ninguna. Jamás fue necesario en nadie, y aún menos en mis movidas porque a diferencia de muchos de los autores que se autopublican me percato de que lo mío no merece publicarse, porque en realidad la ilusión que me haría no contrarresta el hecho de que leerlo no es que sea innecesario, es que es totalmente irrelevante. Yo he visto en papel pocas cosas en mi vida, aparte de revistas locales. Algunos poemas no demasiado buenos y muy amargos en una antología de autores de mi pueblo —y créanme cuando les digo que no reniego ni de una línea de ellos— y dos relatos en las Antologías Ventura —porque Jimina me invitó a participar, y eso si que era para mí una hemorragia de orgullo y satisfacción—. Uno regular y otro lo que considero que es lo mejor que he escrito nunca —aparte de algunos poemas ignotos bajo el amparo del viejo Randolph Carter—. 


La presentación de Antología Ventura 2 fue bien.

No niego que me produjera sensaciones muy buenas, pero tampoco he tenido nunca feedback alguno por esto aparte de amigos bastante cercanos que lo leen por ser mío, y lo cual agradezco. Que las aventuras de Oliver y su padre dos veces muerto, una de ellas en la Antártida y otra en una habitación sin ventanas en un piso de capital de provincias le interesen a alguien más allá de una docena de allegados sería caer en el autoengaño más absoluto. Y me pongo como ejemplo. Jamás leo estas novelas autopublicadas por gente que firma en las redes como fulanitEdetalESCRITOR. Primero porque si tengo que leer algo que sea de mis clásicos preferidos, a poder ser; segundo más importante, es porque esa gente que quiere venderte su libro por las redes, y te hace spam, escriben muy mal la mayoría de las veces. Escriben peor que yo y no peco de soberbia: lo que cuentan está más sobado que la pipa de un indio, aunque esto último para mí no es impedimento con el estilo correcto. Pero yo hilo aquí fino y digo, si puedo tener más pericia a la hora de juntar letras que muchos que tienen esa inconsciencia, pero no es suficiente. Compararse con el barro no sirve si quiero ser un cuerpo sólido cristalino. 


El eterno retorno. Esto me salió ayer en Timehop...

Y es por esto, y por algunas cosas más que considero de lo más innecesario que yo escriba mi novela. Entre esos pluses está el sufrimiento y la frustración, el desánimo y darse cuenta uno que a lo mejor no nació con dotes suficientes o con la templanza necesaria o con la lucidez del que se sabe sacar partido a sí mismo. En estos días pienso en mi futuro y en volver a preparar oposiciones para salir de una vida que no me satisface en absoluto, y me pregunto si seré capaz de realizar la proeza del estudio. Porque el estudio, que en términos relativos sí es necesario para conseguir lo que quiero, es anodino, pesado, y además me trae tantos fantasmas del pasado que quizá tiente al destino destapando otra vez esta caja del diablo. Empecé el sábado y termino en domingo este post tan innecesario como el resto de cosas que hago habitualmente en mi vida. Pero esto no me cuesta trabajo, amigos, a escribir post me refiero. Y a lo mejor si saco mierdas, mi cabeza me lo recompensa con una siesta provechosa. ¿Quién sabe?

domingo, 31 de marzo de 2019

Los domingos eternos: la vuelta de Prusia



Domingo eterno. Extra de domingo con robo de hora que curiosamente hace que todo se alargue agónico, exasperante, preludio cierto del verano que se acerca con pasos presurosos. Hoy llovió; quizás mañana lo haga otra vez. El fresco ha vuelto un poco pero no para quedarse. El tiempo meteorológico se mofa de nosotros con un verás pero no catarás. La luz invade todo a través de la ventana de la imprenta. Me subí a trabajar, pero poco he podido hacer. Llevo días convulsos de pesadillas y pequeñas autodestrucciones. Anoche soñé en una de las leves tandas de sueño que me metían en un psiquiátrico. Se parecía a un hospital mezclado con un hotel y en la sala donde estábamos por el día que se parecía ahora que caigo a mi clase de primero de E.G.B. pero más grande. Losas grises hidráulicas con mesas verdes de colegio formando un rectángulo con un hueco en el centro. Lo que era diferente es que había como los chiringuitos de los bufés de desayuno de los hoteles. Ingresé con uno que se parecía a Jorge Ilegal que se escapaba por las noches para volver a la salida el sol con bollería industrial. En el hotel-hospital-manicomio debían dar demasiado sano de comer. Había muchos platillos diferentes y todos tenían una pinta bastante aséptica. Hojas de lechuga sin aliñar sobre la china blanca esmaltada. También huevos duros sin sal. Los viejos que vivían con nosotros eran muy educados y no tenían pinta de estar locos. Nosotros dábamos más esa impresión.  Hacía mucho calor por lo cerrado y la calefacción. En ese momento de calor desperté para descubrir que apenas había pasado una hora y pico desde que me quedé dormido. Serían las nuevas tres y media cuando lo hice. Seguí durmiendo. El domingo se instalaba en mi mente en forma de película de sobremesa. Todo era pueril, cuqui, pero encerraba ominosas reminiscencias fatales. En realidad era como un revival de Netflix de los 80, pues si mirabas al cielo podías ver los títulos de introducción, falsamente maqueados para parecer hechos con un Spectrum. Aventuras anodinas en un campo que recordaba al mío, pero que no lo era. Y poco más. Me desperté. Ayer sábado fue un día también horrible en cuanto a la relación con el sueño. Ahora ya no me acuerdo de lo que soñé, pero si salían las regiones devastadas tan recurrentes. A mí alrededor, en este momento, resuenan esos paisajes desolados. Todo está cubierto por una cenicienta capa de polvo. El olor a tierra es penetrante. Noto las partículas en suspensión dentro de la nariz. Es como la definitiva cama sin hacer. Las obras son entropías de las más puras de la naturaleza. Principio de incertidumbre. Cuándo acabará esto y ese tipo de misterios sin resolver. Domingo eterno. Cambio de hora. Bucle corrupto que chirría y se repite sin cesar. Escribo en blogs desde hace 14 años. Hace 12 comencé mi primer blog verde, con el que tuve relativo éxito. Si releo ahora, una de las constantes es hablar de domingos prusianos y cambios que se avecinan. Sigo en esa brecha. Necesito cambiar no de hora, sino de aires, pero nada es demasiado cierto a unas semanas vista. Mi huida por Semana Santa es segura. Solo el concepto; la intendencia está en lo etéreo de mis intenciones. Quisiera escribir sobre temas más fascinantes, pero no lo soy. Mi vida no lo es. Hay gente que falsea su vida para parecer felices. Hay personas que creen que yo falseo la mía para lo contrario, aunque no me lo suelen decir. Están bastante errados, si bien cribo muchos estados neutros, que es mi acontecer durante más tiempo. Una zona tibia, sosa, anodina, monocorde, monocromática. A veces pienso que merezco todo lo que me pasa, por no estar lo suficientemente entero, no ser lo valiente que debería para ciertas cosas. Los cambios a los que me refería son algunos de esta índole. Mi relación con los demás es desastrosa casi siempre, porque creo que las personas me ven como una mascota, un accesorio. Quejarme de eso sería baladí, pues sé que es distorsión, y aunque parte pueda ser verdad no está en mi mano pensar por los demás. Son las 8:22 de la tarde, tengo sueño, algo de frío, la sala de máquinas está sin luz. Debería ser ya de noche y no lo es. Tardaré en acostumbrarme, concretamente hasta el último domingo de Octubre, donde las cosas volverán a su cauce.

miércoles, 30 de enero de 2019

Primera entrada del 2019




Debería estar escribiendo cosas sustanciosas para la próxima entrega de Línea de Sombra, pero no me sale nada de lo que he empezado, así que voy a ver si haciendo este ejercicio de blogueo se me desentumecen las falanges y las meninges.

No tengo nada de interés que contar. Cosas que contar tengo siempre, y si hiciese caso a mis impulsos diarios llevaría un blog con tres o cuatro entradas por semana, como antaño, pero me corta el enfrentarme a mis limitadas destrezas, al trabajo que tengo casi siempre y al final, la baza principal es si merece la pena que invierta un rato en escribir algo si al final le va a importar bastante poco a la mayoría de los lectores potenciales que pudiese tener, si es que queda ya alguno. Recuerdo con cierta nostalgia de mí mismo cuando eso no era impedimento para soltar mis rollos; era un asunto terapéutico entre mis problemas mentales y la posibilidad de darles una salida sin que la cabeza se me recociera y se me pasaran los sesos por agua. Ahora suelto alguno en Instagram, ya casi nunca por Facebook, con lo que he sido. No aguanto ver muros llenos de ponzona, de la carroña diaria de la compartición de lo compartido por alguien que ya lo compartió. Mi presente son cuchillos, cuerdas, carne y dibujos. Es lo que miro, y las fotos e historias de personas a las que aprecio o a las que admiro.

Si no me encuentran búsquenme aquí.
Suelo estar allí siempre intentando llamar la atención...
Hoy me he decidido e escribir aquí de nuevo, como si fuese un exorcismo, una salida a los días aciagos que me consumen, un ardiente clavo al que agarrarse cuando todo me resulta tan tedioso… Bueno, hay cosas y personas que me salvan un poco y me dan alegrías, mas jamás esperanza, pues soy yo el que vivo conmigo; ser menguante en busca de una forma que nota su deformidad a medida que avanza en la búsqueda. Cuando uno es turgente como una cebolla tierna, llena de agua y con tierra aún en sus raíces, aunque sea una ruina por dentro, se siente lozano en su enormidad; cuando cada día eres más pellejos y huesos anchos y las ojeras que siempre estuvieron se marcan como babosas con problemas de circulación y el cartón más que tonsura es kipá de hebreo. Envejecer es normal; los años pasan para todos, pero lo peor es ese cúmulo de tiempo perdido en cosas como escribir esto. Por eso creo que no escribo las tonterías que se me ocurren todos los días. Hace patente que el tiempo pasa y que nada de esto merece la pena de veras. La soledad es fría ahora, ardiente en verano, pacífica muerte en vida del deseo que se mantiene como órgano no sé si vestigial o amputado, no sé si miembro fantasma o subdesarrollo de habilidades. Es mortecino el tema último y severo, el que me guardo y solo digo al que quiera escucharme. Si fuera un loco más enfermo, la patología derivaría en terreros muy oscuros, más terribles y más escabrosos. La sordidez tomaría el relevo de la mera inocencia culpable; pero no, simplemente me dejo consumir en días anodinos sin apenas lecturas que antes eran un oasis —quizá un espejismo— de salvación. Al final la cotidianidad no va a tener cura, y mi destino, por mi falta de habilidades, que es manifiesta y palpable, se compone de un futuro incierto, una muerte prematura —pese al esfuerzo de estos últimos años— y un sutil recuerdo entre los que alguna vez me conocieron. Seré un tema de conversación de pasada en la sobremesa de comidas familiares, como tantos otros muertos insignificantes, como casi todos los muertos del mundo. Seré el hijo de mi madre, el primo de mi prima o el cuñado de mi cuñado. Muerto sí. Ese que estuvo tanto tiempo estudiando y después se metió en la imprenta de su padre, y que no estaba muy bien. Como dicen en mi pueblo el tenía un poco de “represión” y tenía los nervios malos. El que era ese niño tan gordísimo y después, pues ya después no tanto. No me atormentan estas visiones de mi vida sin mí, pero me rondan por la cabeza últimamente.
Creo que casi nadie sabe por lo que paso realmente pues me he vuelto muy hermético con los años. Como comentaba el otro día a mi psicóloga: yo antes era más gracioso. Era más gracioso no de los tronchantes, sino de utilizar más el humor como un arma defensiva ante este mundo tan desgraciado. Desde que escogí la burbuja, desde que vivo solo, —tal día como hoy de hace tres años celebraba mi housewarming— me he alejado progresivamente de la risa, remedio infalible…

Ya es por la tarde.

El caso es que yo debería estar escribiendo una disertación profana sobre la patata —mi ideaca para engrosar mis entradas shadowliners—, el artículo de los cuatro westerns de Clint o en la modificación eterna de la novela de la Antártida, que si antes ocurría en tres tiempos a la vez, ahora ocurre en cuatro. Quiero terminar mi continuación apócrifa de En las montañas de la locura antes de morir, no porque vaya a ser una cosa buena, sino es por terminar algo de calado más profundo de lo acostumbrado, algo que no sea una idiotez como esto que ahora leen, algo que esté bien escrito, sin prisas ni bocajarros, que no sea un avenate.
Yo creo en último término que sufro tanto por todo porque en el fondo de mis capas y capas de tonterías, pena, conmiseración, quejitas y desesperados intentos —y tan ineficaces, por otro lado— de que me hagan caso, hay algo que me hace confiar en que puedo hacer algo bien si puedo encontrar un momento idóneo para hacerlo. Creo que necesitaré para ello paz absoluta, mindfulness extremo o que me toque la lotería... o que sepa positivamente que me muero. Si es esto último, ¡vaya acicate de mierda! En fin, cierro y corto. Ya está bien por hoy.

Si de veras le ha gustado esto, se lo agradezco. Denle al like o send nudes. Si no les ha gustado, dudo mucho que hayan llegado aquí. Send nudes, anyway. Gracias. 
Adiós.