Me cuentan que en la calle hace
calor. Aquí abajo, en la sala de máquinas, hasta el ventilador, que hace
algunos días zumbaba como un bicho en una mosquitera, permanece apagado. Suena
la música y tan sólo la perturbación de la Xerox encendida perturba una paz que
parece casi perfecta. Voy a apagar la máquina, a ver si quitamos el casi. No,
no era eso, pero bueno, una cosa menos. Me cuentan que en la calle hace calor.
Es significativo, me lo cuentan. Teniendo en cuenta que la calle está a un
metro es que a lo mejor hoy no me interesa demasiado la calle. O el mundo. Como
metáfora facilona está bien; es metáfora al fin de al cabo. Como si mi casa, mi
imprenta heredada, que no es ni mía aún, estuviese rodeada de una disposición
bilipídica enfrentada, como las membranas de las células que nos forman a todos
los seres vivos —al menos a los eucariotas, que yo recuerde—, permeable a
algunas cosas, impermeable, férrea protección, a otras. La curiosidad que otras
veces significa incluso obsesión, se diluye en ese calor para cientos de
sucesos que pasan ahora, a mi alrededor. Ya sea el calor —un enemigo terrible—,
las habladurías de gentes que me importan bien poco sobre otras que ni siquiera
conozco, esas noticias que vomitan los transistores y las televisiones, ese
puñetazo en el pecho que es la coyunturalidad más anodina.
Y mientras tanto en
lejanos países, en este terruño nuestro, pasan cosas maravillosas, de las que
me gustaría ser consciente, pero de la que no lo soy, porque ni soy un dios ni
ganas; y lo más importante, pasarán aunque nadie se percate, porque no son tour de force para llamar la atención. Plantas
que florecen entre embriagadores efluvios dulzones, leonas cazando una cebra
vieja y achacosa, sherpas sonrientes bebiendo el té con leche de yak, los
caballos sueltos, fibrosos y brillantes, en las estepas del Asia Central,
viejos chinos que pescan con cormoranes, nevadas sobre el musgo de la roca viva
en las zonas boreales o el parto de una orca, cosa que aún me parece extraña
por pasar el animal del líquido amniótico de la madre, al líquido vital del
cual venimos todos. ¿Por qué he de saber cosas que por mucho que a la larga me
puedan afectar me desagradan tan enormemente? Hay cosas enterradas que me
atraen más que ese espectáculo llamado Occidente. Por algo soy geólogo, claro.
Lo que quiero decir, con mi torpe simbolismo, es que permanezco en la linde, en
los límites del conocimiento cotidiano; a ese que le falta tanta verdad, a ese
que percibimos deformado por intereses o las desganas de un tipo que se aburre
en una redacción. Con la avidez del toxicómano, los yonkis de la noticia
esperan, ansiosos, otro acontecimiento planetario, que todos los días sucede —inexorable— a las tres de la tarde en
la pantalla del parte. Pensar más en los problemas que en las soluciones es un
camino erróneo, y ahí si me apunto yo un palitroque en la pizarra de la
idiotez. Lo mío es por otras causas, más próximas al autosabotaje, que al
eterno escándalo de la indignación. Cada uno soporto su carga, supongo. Lo
importante del meollo del asunto es si eres consciente de esta o no. No quiero
parecer libro de autoayuda, Cthulhu me libre de semejante herejía, pero cuando
más nos conocemos, menos nos la meterán doblada. ¡Qué inocente! —dirán algunos,
aún más cínicos que yo—. No inocente —o no demasiado—, sino impermeable. La
vida es un largo round en los que casi siempre eres el sparring —qué razón tenía el padre de Mafalda—, al menos haz
una finta para que los puños que se dirigen a tus riñones o a tu mentón pasen
sólo rozando. Si te esperas las cosas es mejor, y por eso aunque no he salido a
la calle para ver el calor que hace, sé: primero, que nos aproximamos al
veranillo del membrillo o veranillo de San Miguel; segundo, que en estas
latitudes del globo, de un tiempo a esta parte, el calor dura hasta los Santos,
y tercero, y más importante, soy un tipo caluroso, así que si me llama la
atención que haga calor, incluso en el sol de invierno, es que aún no he
aprendido una mierda.
Ya no les aburro más. Seguiré en mis tablas de Word, ese artilugio donde
también escribo estas palabras, que en otro tiempo llegué a pensar que sólo
estaba pensado para jorobarme a MÍ. Como el egocentrismo es un síntoma de mis
cargas, lo resumiré diciendo que las tablas de Word son un coñazo para todos,
para los que vivimos en la Luna de Valencia y para los que permanecen en el
hilo de la noticia. Como ven, la vida al final, enrasa a todos, por algún
turbio mecanismo.