martes, 27 de septiembre de 2016

La metáfora torpe

Me cuentan que en la calle hace calor. Aquí abajo, en la sala de máquinas, hasta el ventilador, que hace algunos días zumbaba como un bicho en una mosquitera, permanece apagado. Suena la música y tan sólo la perturbación de la Xerox encendida perturba una paz que parece casi perfecta. Voy a apagar la máquina, a ver si quitamos el casi. No, no era eso, pero bueno, una cosa menos. Me cuentan que en la calle hace calor. Es significativo, me lo cuentan. Teniendo en cuenta que la calle está a un metro es que a lo mejor hoy no me interesa demasiado la calle. O el mundo. Como metáfora facilona está bien; es metáfora al fin de al cabo. Como si mi casa, mi imprenta heredada, que no es ni mía aún, estuviese rodeada de una disposición bilipídica enfrentada, como las membranas de las células que nos forman a todos los seres vivos —al menos a los eucariotas, que yo recuerde—, permeable a algunas cosas, impermeable, férrea protección, a otras. La curiosidad que otras veces significa incluso obsesión, se diluye en ese calor para cientos de sucesos que pasan ahora, a mi alrededor. Ya sea el calor —un enemigo terrible—, las habladurías de gentes que me importan bien poco sobre otras que ni siquiera conozco, esas noticias que vomitan los transistores y las televisiones, ese puñetazo en el pecho que es la coyunturalidad más anodina. 



Y mientras tanto en lejanos países, en este terruño nuestro, pasan cosas maravillosas, de las que me gustaría ser consciente, pero de la que no lo soy, porque ni soy un dios ni ganas; y lo más importante, pasarán aunque nadie se percate, porque no son tour de force para llamar la atención. Plantas que florecen entre embriagadores efluvios dulzones, leonas cazando una cebra vieja y achacosa, sherpas sonrientes bebiendo el té con leche de yak, los caballos sueltos, fibrosos y brillantes, en las estepas del Asia Central, viejos chinos que pescan con cormoranes, nevadas sobre el musgo de la roca viva en las zonas boreales o el parto de una orca, cosa que aún me parece extraña por pasar el animal del líquido amniótico de la madre, al líquido vital del cual venimos todos. ¿Por qué he de saber cosas que por mucho que a la larga me puedan afectar me desagradan tan enormemente? Hay cosas enterradas que me atraen más que ese espectáculo llamado Occidente. Por algo soy geólogo, claro. Lo que quiero decir, con mi torpe simbolismo, es que permanezco en la linde, en los límites del conocimiento cotidiano; a ese que le falta tanta verdad, a ese que percibimos deformado por intereses o las desganas de un tipo que se aburre en una redacción. Con la avidez del toxicómano, los yonkis de la noticia esperan, ansiosos, otro acontecimiento planetario, que todos los días sucede —inexorable— a las tres de la tarde en la pantalla del parte. Pensar más en los problemas que en las soluciones es un camino erróneo, y ahí si me apunto yo un palitroque en la pizarra de la idiotez. Lo mío es por otras causas, más próximas al autosabotaje, que al eterno escándalo de la indignación. Cada uno soporto su carga, supongo. Lo importante del meollo del asunto es si eres consciente de esta o no. No quiero parecer libro de autoayuda, Cthulhu me libre de semejante herejía, pero cuando más nos conocemos, menos nos la meterán doblada. ¡Qué inocente! —dirán algunos, aún más cínicos que yo—. No inocente —o no demasiado—, sino impermeable. La vida es un largo round en los que casi siempre eres el sparring —qué razón tenía el padre de Mafalda—, al menos haz una finta para que los puños que se dirigen a tus riñones o a tu mentón pasen sólo rozando. Si te esperas las cosas es mejor, y por eso aunque no he salido a la calle para ver el calor que hace, sé: primero, que nos aproximamos al veranillo del membrillo o veranillo de San Miguel; segundo, que en estas latitudes del globo, de un tiempo a esta parte, el calor dura hasta los Santos, y tercero, y más importante, soy un tipo caluroso, así que si me llama la atención que haga calor, incluso en el sol de invierno, es que aún no he aprendido una mierda.


Ya no les aburro más. Seguiré en mis tablas de Word, ese artilugio donde también escribo estas palabras, que en otro tiempo llegué a pensar que sólo estaba pensado para jorobarme a MÍ. Como el egocentrismo es un síntoma de mis cargas, lo resumiré diciendo que las tablas de Word son un coñazo para todos, para los que vivimos en la Luna de Valencia y para los que permanecen en el hilo de la noticia. Como ven, la vida al final, enrasa a todos, por algún turbio mecanismo.

domingo, 25 de septiembre de 2016

Algunas causas y efectos

Hoy, como todos los domingos, algo muere en mi interior —como en la canción de Maronda—. No hay nada por lo que preocuparse. Mañana, como un Ave Fénix de andar por casa, resurgirá de los rescoldos de un fin de semana atípico y extrañamente relajado, pero no exento de trabajo. La reseca de las vacaciones en Alicante ha sido una sensación aletargante y a la vez, sumamente viva. El regusto de paz y liberación de esta semana pasada fuera de casa no ha desaparecido por completo. Ni mucho menos. Lo que podía hacer sido un descalabro mental por un cambio a peor, no lo ha sido, y es porque —digo yo— al final estaré aprendiendo, pues aunque uno es lento y duro de mollera, también tiene sus cosas buenas.

Como ven vuelvo. Ha sido una decisión deglutida lentamente en las neuronas, pero sin atisbo alguno de presión. Tenía ganas de volver a escribir regularmente, y si espero a terminar mi historia interminable, esa novela de la Antártida que perderá mucha vigencia cuando a alguien se le ocurra llevar En las Montañas de la Locura al cine —Guillermo del Toro te miro a ti—, nos dan las uvas. Las uvas pasas —o directamente podridas— del año 2032 o por ahí. Soy consciente de que me cuesta escribir las cosas que me gustaría escribir, pero si esto sirve para darme soltura y determinación, bienvenido sea.


El título habla de causas y efectos. Una de las causas —bueno, dos— son mis grandes amigos Manolo, el Chivo, y Diego Cobito, el malo, que me reclama(ba)n, en parte por tener fuente de polémica, en parte por nostalgia de tiempos pasados, y en parte, porque son lectores —buenos lectores—, que volviese a la rueda de posts y comentarios. El efecto, uno de ellos, es esta entrada que espero que sea la primera de muchas. En el primero hice 512 en cinco años, y como piano, piano se llega lontano, voy a ver, con más ilusión que pesadumbre a donde llego esta vez.

Un ruego. Aquellos que me aprecian, léanme. Ya sé que el mundo ha cambiado desde el lejano 2012, pues han surgido nuevas formas de comunicación, a algunos les han crecido los chiquillos y las obligaciones, otros tendrán más tiempo por jubilaciones y otros descansos que la cruel vida da. Léanme. Si no lo hicieron antes, háganlo ahora. Denme esa oportunidad. Por supuesto, no les pido que si les aburre lo que cuento lo hagan; yo procuraré poner de mi parte para que no sea así. Y como un Fray Luis de León cualquiera… decíamos ayer…




El bochorno del otoño temprano se ha disipado con el ocaso. Rodeado de vetustas máquinas y de olor a tinta y a tóner, me dispongo de nuevo a hablar de siestas y sueños, a hacer poemas a nimiedades, pues la nimiedad merece sus odas como la transcendencia —si no más—; a escribir nuevas historias que no todos comprenden, pero que a mí me hacen gracia, a examinar el mundo bajo mi lupa distorsionadora, no siempre elegante, pero tampoco siempre engañosa. Volverán no las golondrinas, sino los golondrinos, los de mi mente ya cuarentona, carente a lo mejor de la frescura de antaño, pero más aplacada, ya no por la edad, sino por el aprendizaje de lo cotidiano. Cuando escribía el anterior yo era un estudiante con trabajos ocasionales, y ahora, que ya soy mayorcito, soy un autónomo como la copa de un pino, que paga impuestos y quisiera pensar que tengo cierta reputación de que soy bueno en lo que hago. Lo que hago es imprimir cosas. Es mi medio de vida, no una meta, ni una culminación. Es lo que soy —como en un anuncio de colonia—. Mis ambiciones, escondidas entre mis carnes, mis luchas diarias conmigo mismo y con los plazos del laburo, son más elevadas. Perdón, a lo mejor no es la palabra. Son más yo, más la sublimación de Mameluco en reducción de Miguel Morales, más pringá que caldo desgrasado, más yo que yo mismo. Pero para un señor poco ambicioso, las avaricias son como las sombras chinescas vistas parapetado en la caverna de Platón. Idealizaciones de un proceso que lleva a la autorrealización.

Como verán, no ha cambiado mucho esto. Escribo algo mejor —no demasiado— y divago aún más. 

Quisiera, por último dar las gracias a aquellos que me han dado la oportunidad de seguir escribiendo asiduamente estos años de blogs fallidos, por ser demasiado específicos. A saber: Fernando Márquez, maese zurdo de maeses que me invitó a andar por la Línea de Sombre; la incombustible Jimina Sabadú, que ha confiado en mí para proyectos preciosos; Julián Almazán que me deja meter cuñitas en sus exitosos fanzines; y por último Subcultura, una revista que me da tal libertad de movimiento y pensamiento, que me ha mantenido con la mente al sopesquete para escribir de cultura popular, siempre desde mi óptica, a veces desenfadada, a veces con el fervor del fan, siempre desde la militancia friki que me honro en atesorar.
Ea, a publicar. Como siempre, sin casi correcciones ni nada de eso, que se pierde la lozanía de la repentización.
Espero volver pronto.
Siempre suyo,
su amigo Mameluco.