martes, 10 de julio de 2018

Dos sueños (La vuelta de la llave de plata)





La madrugada del viernes al sábado pasado.


Me fui a la cama con leve dolor de barriga. No estoy acostumbrado a beber alcohol y me pedí esa extraña sidra que venden ahora en Cá David. En realidad no me gusta demasiado, porque está amarga, y lo único amargo que me puede gustar es el chocolate negro. Pero bueno, para no bebérmelo a la trágala como me invitan mis instintos con las cosas dulces que suelo tomar, pues vale. Craso error. Ese leve dolorcillo de barriga, nada insoportable, sordo si quieren, de perfil bastante bajo, mezclado a turbaciones de tipo mental que me habían atenazado en la siesta de ese mismo día, creo que dio como consecuencia los hechos oníricos que paso a comentar.

La imprenta. La imprenta tiene una casa. Es donde vivo yo. No es un globo. En el primer sueño mi casa era mi casa; con ligeras modificaciones, como suele ocurrir. Recuerdo que en la planta de arriba, en el salón, lugar donde como y ceno iluminado por un fluorescente en la vida vigil, el espacio era más grande, y más rústico, como esos desvanes de casas antiguas. Esos que huelen a tocino curando en sal, a polvo acumulado y a Zotal. Allí estaban mis compañeros de piso de hace mucho tiempo, y parece ser que estaban invitados a pasar unos días. Yo estaba en mi habitación, en la que soñaba en aquel momento, oyendo los ruidos de la conversación. Tenía un poco de miedo a salir. Sí, era miedo, un miedo que conozco bastante bien. Ese miedo del que no tiene ganas de relacionarse con nadie cuando la depresión te come por dentro, pero no es lo bastante fuerte como para que sea insoportable y te quedes en la concha. Salí a la tertulia y bien. Sensaciones antiguas. De repente comenzó a llegar gente. No sabía quién eran, solo que charlaban y charlaban dando muchas voces. Mi miedo aumentaba. Ahí me desperté. Eran las 6 de la mañana. El dolor seguía latente en mi enorme tripa de recién salido de la obesidad mórbida conectaba todo el sistema digestivo hasta su salida. Ustedes me entienden. Estaba raro, y como otros días que me despierto esos lapsos al buen tuntún no lograba volver a dormir. No sé qué hora sería —pero cerca de las 7— cuando volví a quedarme frito.

Mi casa era ahora un pequeña construcción en el campo —me recordaba a la primera casa que hubo en nuestra parcela—, con el interior parecido a la disposición real, pero con toque rústico/reciclado; o sea, esas casas que son ocupadas por objetos que tuvieron mejores momentos en primeras viviendas de recién casados, hace mucho, y ahora eclécticamente dispuestos se unen a otro similares, pero de distinta procedencia, estilo y época. El único cambio significativo era que había una cocina en el descansillo de las escaleras, una cocina amplia con mesa y sillas, con poyos de granito, como los del chalet real donde he vivido casi todos los agostos de mi vida, pero con la novedad de un horno bastante grande de esos de hierro forjado. Otra vez estaba con invitados, pero yo huía a un patio trasero, con sillas blancas de blancas varillas  oxidadas, con un árbol bastante triste cobijándome de las primeras luces del día, pues parece ser que cogí la referencia horaria real para continuar el sueño. Los invitados se salieron fuera, a un porche delantero y me llamaron para que me uniese. Me fueron a buscar, ahora mismo no sé quién, pero gente conocida. Tomaban en café alrededor de una mesa grande, y había gente que yo conozco, pero que no la asociaría a mi entorno, como alguna médica y una señora que estaba en una tienda en Granada. Hasta ahí, aparte de la extrañeza que su presencia me causaba, todo bien. Volví a entrar a coger bocadillos —sí, bocadillos— y dentro acababan de llegar una pareja a la que no conocía de nada. Eran los típicos urbanitas, y desentonaban bastante con el deslavazado estilo de la cocina. Iban vestidos de blanco ibicenco, caras de superioridad moral y una niña rubia de unos diez años que tenía la voz muy aguda. De repente comenzaron a imponer cosas sobre la comida, y cómo debían servirse los bocadillos. El hombre era un señor bastante alto, algo mayor que yo, con la cabeza rapada y una perilla muy bien recortada de pelo cano; su camisa era vaporosa, muy blanca; se dedicaba a  cambiar las cosas de sitio. La mujer hablaba y hablaba con un acento que yo identificaba como muy fino, pero no más. La niña iba y venía, la madre le gritaba, el padre le gruñía a la madre y yo estaba indefenso ante esa estampa. En un momento sacaron una pechuga de pollo de mi congelador y dijeron que iban a hacer croquetas. ¿Cómo me está pasando esto a mí? —preguntaba para mis adentros — pero si esa pechuga está cruda… y es para yo hacer pasta un día de estos. Yo no quiero croquetas que después le ponéis mucha bechamel y no me las puedo comer. Pues sí, incluso en mis sueños estoy a dieta. Iba a decir algo, pero me fui. Me fui al patio trasero del árbol triste, donde seguía pareciendo otoño al amanecer. Sonó el despertador. Eso es facilísimo de decir con exactitud. Eran las 8 y cuarto, como todos los días menos el domingo. Estaba cansado, bastante cansado y apenas recuerdo que pospuse los cinco minutos de rigor y ya estuve soñando de nuevo con el cansino pitido un rato más.

La casa ya llegaba a palacete, aunque donde yo estaba sentado era la cocina de antes, con algunas cosas cambiadas y más sofocante. Ya casi que no recordaba ni someramente a mi casa real. Directamente estaba secuestrado a la fuerza por cuatro personas que no conocía. Me decían que me quedara quieto que ellos sabían lo que eran mejor. No sé qué ocurría. Me acordaba del sueño anterior como si hubiese ocurrido hace un tiempo. Sentado al brasero mujeres con caras circunspectas me miraban. Eran como esposas sicilianas, pero vestidas en el Decatlon.  Había dulces en la mesa. Suspiros y pastelón. Cortadillos de cidra. Yo no comía, ellas tampoco. Salimos y había un enorme páramo con tierras labradas. Era otoño y la fotografía era de serie inglesa en exterior, como ocurre muchas veces en mis aventuras oníricas. En las lindes había árboles y unos señores con pinta de haber salido de Peaky Blinders los cortaban a hachazos. Me exaltaba porque estaban cortando mis árboles. Ellos me tranquilizaban diciendo que los ladrones de manzanas, unos rumanos, ya no se llevarían más manzanas de allí. El tiempo amenazaba tormenta. Desperté a las 9 y media. Faltaba media hora para abrir la imprenta. Decidí que lo haría a las 10 y media, aunque a las 10 y diez ya estaba yo con la puerta abierta. La extraña conexión dolor de barriga con la cider Ladrón de manzanas se concretó en este último sueño.


 

La madrugada del sábado al domingo


Quien me lee desde hace mucho tiempo, ya sea en canónico post o en mis numerosos partes médicos y/o del sueño en las diversas redes, saben que lo recurrente de veras es aquello de que me quedan algunas asignaturas y tengo que volver a la carrera. Eso mismo me ocurrió esa noche. Trabajaba en la imprenta, que tenía la característica que era anterior a la reforma para meter la máquina Heidelberg de aspas. O sea, la sala de máquinas era una preciosa estancia abovedada, que había permanecido inmutable a lo largo de muchos años. En el sueño hacía algo con mi padre en la sala de cajas, y no sé de qué forma me entero que tengo que volver a Geología porque me quedan cinco asignaturas. Entre ellas Petrología Metamórfica y Francés. Esta última nunca la cursé, pero la tenía que repetir. La Metamórfica es una asignatura que se repite bastante en estos sueños angustiosos. Básicamente porque era incomprensible en su descripción química para mí, aunque los procesos y resultados sean tan bellos como son. Los profesores tampoco ayudaban. Eran plomizos y uno hasta un chulanga. No soy injusto, de verdad. La Petrología Ígnea la daba un señor muy mala virgen, pero si hemos de ser exactos a la verdad, gran profesor y ecuánime en las pruebas escritas y en las prácticas. Bueno, que me voy del tema… yo trabajaba en la imprenta y estaba tan atareado como últimamente estoy y se acercaban los exámenes. Eran cuatro exámenes un mismo día. Yo decía que pasaba de estudiar porque estaba muy agobiado, que para lo que servía. Mi padre no lo veía así y me decía que estudiase por la noche. No tenía ni los apuntes localizados, no tenía nada. ¡¡No sabía francés!! Y tenía además que trabajar en la imprenta. ¡Qué pesadilla más horrible! Sentimientos de hace mucho tiempo afloraron en el estado anímico del sueño, remociones de alarmas corporales. Como el día anterior desperté pronto. A las 5 estaba con los ojos fijos en el techo iluminado la luz que entra por la puerta abierta para el fresco pase. Bajé al patio. Me senté al fresco y como tenía mucha hambre me tomé un vaso de Nescafé muy frío con leche sin leche de la que yo tomo. Al rato me volví a subir e intenté dormirme. Al final, con las luces del alba lo conseguí, pero ya no me acuerdo de lo que soñé después. Solo sé que era domingo y que me desperté casi a las 10 y me  quedé en la cama más de tres cuartos de hora —quizás algo menos—. Y sí, mereció la pena. Aunque a las 11 y pico ya estaba en la imprenta.



 Texto escrito entre lunes 9 y Martes 10. Acabado habiendo dormido 3 horas. Mucho sueño tengo...