miércoles, 23 de octubre de 2019

Sueños desde la antigüedad

Cae del cielo el agua que desborda

los diques y los ríos y los pantanos.

Yo, viejo, miro por el vidrio roto del ventanal
de las últimas lluvias que veré como
espectro en vida otoñal.
Pienso, leo, releo, lo dejo
paseo por la calle
extraño en mi casa
insólito en mi círculo
miembro único de mi manada.
Engaño con mi endeblez
y con mi fortaleza a iguales partes
soy de cáscara dura
pero de blandas entrañas de gelatina
que pierden el sanguinolento tono
por el gris impávido de lo acontecido
del hastío y de los sueños corrompidos.
En definitiva me reinvento
siendo lo mismo por dentro
¿acaso filósofo o pensador?
No; sólo sueño. 
Ni con un mundo mejor
ni con sanar la razón
ni siquiera con salir de este bucle 
malsano.
Sueño y ya está,
finiquitado.
No hay que darle más vueltas,
aunque orbite en Yuggoth
o esté en las convecciones del manto.
Soy lacayo y señor
de mí mismo
y eso duele
como una úlcera abierta
o un viejo amor olvidado
que viene de visita
en el duermevela que devasta
imperios y reinados 
del Oriente.


Randolph Carter 
Anno MMXIII Día Internacional de la Oscilación
(Precisamente ese día 21 del que hablo a continuación me sale este recuerdo en el facebook de Randolfo, creo que denota la importancia del sueño en mí y mi reverencia a tal acción aún no explicada del todo por la ciencia)





Llevo un par de semanas durmiendo regular. Hace tres o cuatro días empezaron las pesadillas. Antes la falta de sueño me provocaba un desánimo diríamos que demasiado amplificado. Lo que me ocurre ahora es simple cansancio. He tenido varios sueños desasosegantes.

Siesta del domingo 20 de Octubre

Había dormido por la noche poco más de tres horas y llevaba en planta desde las 6 y media de la mañana. Logré quedarme durmiendo a eso de las 5:30 de la tarde. Me desperté sobresaltado a las 6:15. Después dormí hasta las 8 y pico sin sobresalto.

La sala de la imprenta era más grande y antigua que la actual. La iluminación era preciosa, amarilla, de bombillas mezcladas con vela. Color oro viejo. Todo tenía mucho polvo y era de noche. Trabajaba afanoso en una enorme máquina —creo que la Presto que tengo en casa de mis tíos— haciendo un trabajo tedioso. Era noche avanzada, seguro que de invierno, pues la evocación que sentía era como el comienzo de Canción de Navidad de Carlos Dickens. Poca luz y frío que congelaba narices. Ese olor a leña que pronto inundará mi patio. Estaba bastante cansado. De eso me acuerdo. Subí arriba y alguien había ocupado mi casa. No me explicaba cómo habían podido entrar porque hay que pasar por la imprenta antes de la casa. La decoración había cambiado. Donde antes había solo pared blanca y chineros ahora estaba tapado por telas de mandalas, elefantes y atrapasueños, en un constrastado claroscuro y olores a incienso… obstruyendo la puerta del balcón había una pizarra Vileda con una programación escrita. Una programación didáctica, típica de un estudiante de oposiciones a profesor. Eran un marasmo de leyes y letras. El damero del suelo oculto alfombras y algún puf diminuto. Olía a pachuli. Todo se vuelve borroso a partir de aquí. Me desperté, pero hubo más sueño, lo sé porque ya en vigilia recordaba a la inquilina okupa, una jipi tan del estilo granadino de los 90. Lo que no recuerdo es la causa del gran terror con el que me reincorporé al mundo de los despiertos.

Después soñé más con sobresaltos. Se me ha olvidado lo que fue.

Madrugada del 21 de Octubre 

Después de la anterior siesta me costó dormir. Llegaría a la aventura onírica a eso de las 3 y pico. A la hora que desperté sobresaltado eran las 7:30.

En los extrarradios de una ciudad hay grandes avenidas que separan grandes edificios cúbicos blancos. No son de ciencia ficción, son parecidos a la politécnica de la UGR y al edificio de la General. Por eso y por el ambiente que se respira supongo que estamos en Granada, aunque son parajes semiabandonados. La hierba que creció entre los adoquines y cemento se ha secado y se agita al viento frío. Vamos un grupo de personas andando, a su vez formando subconjuntos más pequeños. Son amigos y conocidos que iban al instituto conmigo, pero esto pasa en el presente. Estamos más viejos y, en algunos casos, el paso del tiempo ha hecho mella en antiguas amistades. Precisamente hablo con uno con que a día de hoy no tengo demasiada relación y me comenta que ha tenido doce hijos. ¡Qué raro! —pienso para mí—, si fuese verdad me hubiese enterado y no se me fue de la cabeza en el sueño de que era un mentiroso. Le pregunto a otro y dice que solo tiene uno. Mentir por mentir. Vaya. Nos acercábamos a un restaurante donde había una especie de quedada extraña. Era rara porque me recibieron miembros del Luchana y compañeros de universidad. Recuerdo que me abrazó Pablo Vázquez. Justo después dos amigos de la facultad blanden unas especies de cuchillos espada de vidrio volcánico —los geólogos y sus movidas— y uno de ellos me da como toques con la daga y nos reímos. Quiero coger la del otro, pero me advierte que está muy afilado el filo. Lo miro y noto un corte en el dedo y el ris de la obsidiana en la yema. Estaba como un cúter recién estrenado. Recapacito, y si eso me ha cortado tanto, cómo es que no me han hecho nada los toquecitos. Miro para abajo y de la clavícula a la parte baja de la barriga tengo una raja en la carne. No sangra, duele ahora. La grasa se ve en la herida limpia formando la pared de una especie de cañón de medio centímetro. Un poco más al centro, más pequeña, y acabando en el ombligo, otra hendidura. Más profunda. No derrama nada tampoco, pero el fondo es azulado, como de sangre quebrada. Aquí desaparezco o no me acuerdo. 
Están ingresándome en un hospital especial para agredidos con monos de sustancias. Declaro mi síndrome de abstinencia al trankimazin, y me meten en una habitación como las de la UVI, con mesas y aparatos en el centro y camillas a los lados donde cada uno reposa. Cada camilla da a una puerta con unas habitaciones que son como cuartos de estar. Pero las camas están fuera al lado de un fregadero de laboratorio individual. Había un pijo viejo que ensortijados pelos sal y pimienta que me explicaba dónde estaba todo. Me dice que en unos cubos rectangulares y someros de metal llenos de agua había que meter las manos para lo de la telepatía. Me siento muy extraño. Me explica que las personas que estamos allí, por esta carente de una sustancia en el cuerpo, tenemos la posibilidad de desarrollar la habilidad de, al sumergir las manos en los recipientes, comunicarnos entre nosotros. Unas enfermeras ya mayores, de esas bien chivas —creo que este palabra es un endemismo de aquí, viene a ser de genio poderoso, mala leche y sentido del humor retorcido todo junto, fresca como una lechuga—, que nos tratan como si fuésemos niños. Yo me quiero ir de allí.
El cocainómano pijo se ríe y sumerge las manos. Comienza a dolerme la herida. Ahora está como pegada a la ropa, abro y está sellada con eso transparente que ponen en algunos cortes. En ese momento me despierto. Estoy bocabajo y me duele desde la clavícula a la parte inferior de la barriga. Es como una molestia vestigial, que me mosquea bastante y después se pasa para no volver hasta ahora.

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El dormir ha continuado siendo muy irregular desde que soñé estas cosas. He soñado más cosas después, he visitado casas antiguas, visto a mi abuelo con vida de nuevo, bajar por el hueco de un ascensor, sentir texturas olvidadas en la punta de mis dedos, comido pastel amasado por una víctima de la peste negra… pero estaba tan ocupado con estos dos, haciendo lo posible por no olvidarlos que han ocupado el puesto de los otros, más nuevos en el recuerdo. Pasa si lo piensas mucho, claro.