Hace mucho tiempo que no escribo estando con un ánimo tan
paupérrimo. De esas veces que la angustia es tanta que los síntomas son
físicos, y que hay momentos que te gustaría desaparecer para siempre. He
intentado hacer mindfulness, pero ahora —quizás— mi mente querría estar más en
stand by, en un sueño largo, porque las más inquietantes pesadillas me parecen
más apetecibles que la cruda realidad de aguantarme. No puedo, pues tengo que
estar pendiente de la máquina que imprime sin ton ni son al fin.
Cuando andas tanto tiempo en el control de las emociones, en esa especie de
tierra de nadie entre la razón y lo visceral, reprimiendo ideas absurdas y
destructivas tanto tiempo, al llegar al final deseado, por algún extraño click
en tu cerebro, hace que la descompresión también arrastre a la superficie,
aparte de alivio, una gran dosis de miedo, de paranoia, de cuestionarse a uno
mismo, a todos, el sentido de las cosas y el preguntarte porqué no seré normal,
si es que hay alguien normal, si es que los demás no sienten lo mismo acaso. En
ese instante de ruptura crítica procura no manejar material pesado, intenta no
tener que disimular que estás mal, protege a los demás de ti, porque puede que
te conviertas en la mierda que más odias en cuestión de segundos. Hoy me ha
pasado. Al menos me he dado cuenta.
En los lejanos tiempos de las postrimerías del pasado milenio y el principio de
ese, yo andaba siempre en lo que hoy son segundos. Aunque siempre he intentado
mitigar el daño colateral de mis emociones no lo conseguía siempre. Bueno, casi
nunca, y a los más cercanos les tocó sufrir mis frustraciones, mis extrañezas y
mi mal genio. Yo era un borde en permanente ebullición, con fases de
flagelación por ser tan idiota y algunas otras de tranquilidad en mi estado
prehater. Era un imbécil, y lo digo desde el cariño que le tengo a mi yo de
otros tiempos. Me miro ahora y era tan inocente, en cierta medida tan puro, que
no puedo enfadarme con aquel ser que sufría y sufría y venga sufrir y a veces
explotaba, pues casi nada era malo en mí en aquella época, y solo la forma chusca
de expresarme y quizá una timidez extrema de la que no era consciente y que en
algunos aspectos de mi vida vengo arrastrando.
Después vino la medicación. Lo que en el último año ha supuesto un fastidio
enorme de mono, temblores, hormigueos he
de admitir que me salvó la vida, y por eso
nunca renegaré de la química aliada en los problemas psíquicos. Pasé a
tener un poco de paz. No era ya tan desagradable y agrio, y pese a tener unos
efectos secundarios que no vienen al caso a lo que cuento —o quizás sí—desterré
la bordería como forma de expresión normativa, aunque se acercaban unos años
terribles. La segunda mitad de la década de los 2000 fue lo peor que recuerdo
haber vivido jamás. A una carrera que no se acababa nunca, se sumó una
catástrofe sentimental y alguna muerte que me hicieron desear la mía propia.
Durante tres años fantaseé con clavarme una lanza en el cuello y repesarme
sobre ella —supongo que esto lo habré contado en el antiguo blog verde— que
aparte de poco eficaz, hubiera sido bastante ridículo. La vez que estuve más
cerca de saltar de un sitio al vacío, al ser consciente de que no había nadie
al volante por algunos instantes, como poseído por mesméricas fuerzas ocultas,
me hice un feto y lloré en el porche de la casa donde paso los veranos durante
un tiempo que aún ahora soy incapaz de calcular, entre cinco minutos y una
hora. Y todo provocado por un pequeño detonante que a día de hoy ya casi no
recuerdo. Era una minucia, una tontería, pero aquella calurosa siesta en la que
casi cumplo el deseo de quererme matar, me di cuenta de que algo iba
horrorosamente mal por dentro. Ese curso
había aprobado año y medio de créditos universitarios antes de septiembre (90
de aquella fecha) y al encontrarme tan agotado me vacié y me dejé morir poco a
poco (eso que mi primo Gaspar llamó suicidio pasivo). Hice sufrir a mi
alrededor de una forma distinta, por mi desidia y mis distorsiones. Por mi
ausencia a ratos y por mi egocentrimo extremo.
El tiempo cura algunas cosas, y con ayuda de éste, con medicación, con terminar
la larga carrera, con paciencia, logré vivir más mal que bien hasta que empecé
el proceso, en el trabajoso trajín, en el que me encuentro actualmente. Decidí
que ya estaba harto de tanto sufrimiento estéril, y quizá escribo esto que leen
ahora para recordármelo a mí mismo. Superé mis prejucios sobre la psicología
gracias a Elvira. Cuando iba con el buen camino mental, se me cruzó la pierna y
esa enfermedad, y otra vez en parte gracias a Elvi, que me recomendó de nuevo
muy bien, he perdido cuarenta kilos; hoy voy al gimnasio a fatigarme y a hacer
series de cosas espantosas de forma muy voluntaria. En esto también he tenido
la suerte de tener al lado a Adri, que me está sabiendo aguantar y llevar.
Poco a poco, me voy abriendo, y viviendo estos cambios tan profundos empiezo a
tener experiencias nuevas que nunca había tenido, y a probar cosas nuevas,
dentro de un orden que pueda yo abarcar. A lo mejor aún soy demasiado
precavido, y no me suelto porque no quiero sufrir demasiado.
Y por eso esta tarde al sentirme tan mal, he actuado de una forma borde, de
Miguel joven, el que me sale a veces como una ráfaga, el de la bordería, el
chusco, lo cual ha hecho que me siente aún peor, porque que paguen justos por
pecadores me parece la mayor de las injusticias en este mundo tan podridísimo.
No tengo perdón, aunque creo que estoy perdonado por la persona con la que me
he pasado, o en eso confío, porque es una persona muy buena. Ha sido una frase,
una leve frase, que en un momento de agobio se pone así a bocajarro, y la
consecuencia posterior ha alimentado más la angustia de salirme de lo planeado
para hoy, y es que cuando estoy mal, soy cuadriculado, porque la rutina impide
que cometa torpezas, me ayuda a sentirme bien y a bajar la tensión. Y no he
hecho lo planeado, me lo he saltado, y mientras aprendo a saltarme las cosas y
a vivir más inconscientemente, el subconsciente me traiciona y acabo destruido,
como esta tarde de locos, donde pasarlo bien con los amigos, ha empezado a
mezclarse con un agobio mortal, con una bordería muy puntual pero muy sentida,
y casi tiro por la borda esta tarde de trabajo provechoso tanto en la imprenta,
como para mi interior loquito, por no ser más espontáneo. Es quizás de las
cosas que más echo en falta en mi vida. El puntito picante de no controlar todo,
de hacer locuras, pero no de las de siempre, sino otras. Pero en fin, al menos
esto me sirve para recordarme de todos mis avances, y también de mis errores,
que siento mucho, pero mucho. Tanto que ha dado para escribir el rollazo, que
tú amigo lector, si has llegado hasta aquí, te has tragado.