martes, 10 de julio de 2018

Dos sueños (La vuelta de la llave de plata)





La madrugada del viernes al sábado pasado.


Me fui a la cama con leve dolor de barriga. No estoy acostumbrado a beber alcohol y me pedí esa extraña sidra que venden ahora en Cá David. En realidad no me gusta demasiado, porque está amarga, y lo único amargo que me puede gustar es el chocolate negro. Pero bueno, para no bebérmelo a la trágala como me invitan mis instintos con las cosas dulces que suelo tomar, pues vale. Craso error. Ese leve dolorcillo de barriga, nada insoportable, sordo si quieren, de perfil bastante bajo, mezclado a turbaciones de tipo mental que me habían atenazado en la siesta de ese mismo día, creo que dio como consecuencia los hechos oníricos que paso a comentar.

La imprenta. La imprenta tiene una casa. Es donde vivo yo. No es un globo. En el primer sueño mi casa era mi casa; con ligeras modificaciones, como suele ocurrir. Recuerdo que en la planta de arriba, en el salón, lugar donde como y ceno iluminado por un fluorescente en la vida vigil, el espacio era más grande, y más rústico, como esos desvanes de casas antiguas. Esos que huelen a tocino curando en sal, a polvo acumulado y a Zotal. Allí estaban mis compañeros de piso de hace mucho tiempo, y parece ser que estaban invitados a pasar unos días. Yo estaba en mi habitación, en la que soñaba en aquel momento, oyendo los ruidos de la conversación. Tenía un poco de miedo a salir. Sí, era miedo, un miedo que conozco bastante bien. Ese miedo del que no tiene ganas de relacionarse con nadie cuando la depresión te come por dentro, pero no es lo bastante fuerte como para que sea insoportable y te quedes en la concha. Salí a la tertulia y bien. Sensaciones antiguas. De repente comenzó a llegar gente. No sabía quién eran, solo que charlaban y charlaban dando muchas voces. Mi miedo aumentaba. Ahí me desperté. Eran las 6 de la mañana. El dolor seguía latente en mi enorme tripa de recién salido de la obesidad mórbida conectaba todo el sistema digestivo hasta su salida. Ustedes me entienden. Estaba raro, y como otros días que me despierto esos lapsos al buen tuntún no lograba volver a dormir. No sé qué hora sería —pero cerca de las 7— cuando volví a quedarme frito.

Mi casa era ahora un pequeña construcción en el campo —me recordaba a la primera casa que hubo en nuestra parcela—, con el interior parecido a la disposición real, pero con toque rústico/reciclado; o sea, esas casas que son ocupadas por objetos que tuvieron mejores momentos en primeras viviendas de recién casados, hace mucho, y ahora eclécticamente dispuestos se unen a otro similares, pero de distinta procedencia, estilo y época. El único cambio significativo era que había una cocina en el descansillo de las escaleras, una cocina amplia con mesa y sillas, con poyos de granito, como los del chalet real donde he vivido casi todos los agostos de mi vida, pero con la novedad de un horno bastante grande de esos de hierro forjado. Otra vez estaba con invitados, pero yo huía a un patio trasero, con sillas blancas de blancas varillas  oxidadas, con un árbol bastante triste cobijándome de las primeras luces del día, pues parece ser que cogí la referencia horaria real para continuar el sueño. Los invitados se salieron fuera, a un porche delantero y me llamaron para que me uniese. Me fueron a buscar, ahora mismo no sé quién, pero gente conocida. Tomaban en café alrededor de una mesa grande, y había gente que yo conozco, pero que no la asociaría a mi entorno, como alguna médica y una señora que estaba en una tienda en Granada. Hasta ahí, aparte de la extrañeza que su presencia me causaba, todo bien. Volví a entrar a coger bocadillos —sí, bocadillos— y dentro acababan de llegar una pareja a la que no conocía de nada. Eran los típicos urbanitas, y desentonaban bastante con el deslavazado estilo de la cocina. Iban vestidos de blanco ibicenco, caras de superioridad moral y una niña rubia de unos diez años que tenía la voz muy aguda. De repente comenzaron a imponer cosas sobre la comida, y cómo debían servirse los bocadillos. El hombre era un señor bastante alto, algo mayor que yo, con la cabeza rapada y una perilla muy bien recortada de pelo cano; su camisa era vaporosa, muy blanca; se dedicaba a  cambiar las cosas de sitio. La mujer hablaba y hablaba con un acento que yo identificaba como muy fino, pero no más. La niña iba y venía, la madre le gritaba, el padre le gruñía a la madre y yo estaba indefenso ante esa estampa. En un momento sacaron una pechuga de pollo de mi congelador y dijeron que iban a hacer croquetas. ¿Cómo me está pasando esto a mí? —preguntaba para mis adentros — pero si esa pechuga está cruda… y es para yo hacer pasta un día de estos. Yo no quiero croquetas que después le ponéis mucha bechamel y no me las puedo comer. Pues sí, incluso en mis sueños estoy a dieta. Iba a decir algo, pero me fui. Me fui al patio trasero del árbol triste, donde seguía pareciendo otoño al amanecer. Sonó el despertador. Eso es facilísimo de decir con exactitud. Eran las 8 y cuarto, como todos los días menos el domingo. Estaba cansado, bastante cansado y apenas recuerdo que pospuse los cinco minutos de rigor y ya estuve soñando de nuevo con el cansino pitido un rato más.

La casa ya llegaba a palacete, aunque donde yo estaba sentado era la cocina de antes, con algunas cosas cambiadas y más sofocante. Ya casi que no recordaba ni someramente a mi casa real. Directamente estaba secuestrado a la fuerza por cuatro personas que no conocía. Me decían que me quedara quieto que ellos sabían lo que eran mejor. No sé qué ocurría. Me acordaba del sueño anterior como si hubiese ocurrido hace un tiempo. Sentado al brasero mujeres con caras circunspectas me miraban. Eran como esposas sicilianas, pero vestidas en el Decatlon.  Había dulces en la mesa. Suspiros y pastelón. Cortadillos de cidra. Yo no comía, ellas tampoco. Salimos y había un enorme páramo con tierras labradas. Era otoño y la fotografía era de serie inglesa en exterior, como ocurre muchas veces en mis aventuras oníricas. En las lindes había árboles y unos señores con pinta de haber salido de Peaky Blinders los cortaban a hachazos. Me exaltaba porque estaban cortando mis árboles. Ellos me tranquilizaban diciendo que los ladrones de manzanas, unos rumanos, ya no se llevarían más manzanas de allí. El tiempo amenazaba tormenta. Desperté a las 9 y media. Faltaba media hora para abrir la imprenta. Decidí que lo haría a las 10 y media, aunque a las 10 y diez ya estaba yo con la puerta abierta. La extraña conexión dolor de barriga con la cider Ladrón de manzanas se concretó en este último sueño.


 

La madrugada del sábado al domingo


Quien me lee desde hace mucho tiempo, ya sea en canónico post o en mis numerosos partes médicos y/o del sueño en las diversas redes, saben que lo recurrente de veras es aquello de que me quedan algunas asignaturas y tengo que volver a la carrera. Eso mismo me ocurrió esa noche. Trabajaba en la imprenta, que tenía la característica que era anterior a la reforma para meter la máquina Heidelberg de aspas. O sea, la sala de máquinas era una preciosa estancia abovedada, que había permanecido inmutable a lo largo de muchos años. En el sueño hacía algo con mi padre en la sala de cajas, y no sé de qué forma me entero que tengo que volver a Geología porque me quedan cinco asignaturas. Entre ellas Petrología Metamórfica y Francés. Esta última nunca la cursé, pero la tenía que repetir. La Metamórfica es una asignatura que se repite bastante en estos sueños angustiosos. Básicamente porque era incomprensible en su descripción química para mí, aunque los procesos y resultados sean tan bellos como son. Los profesores tampoco ayudaban. Eran plomizos y uno hasta un chulanga. No soy injusto, de verdad. La Petrología Ígnea la daba un señor muy mala virgen, pero si hemos de ser exactos a la verdad, gran profesor y ecuánime en las pruebas escritas y en las prácticas. Bueno, que me voy del tema… yo trabajaba en la imprenta y estaba tan atareado como últimamente estoy y se acercaban los exámenes. Eran cuatro exámenes un mismo día. Yo decía que pasaba de estudiar porque estaba muy agobiado, que para lo que servía. Mi padre no lo veía así y me decía que estudiase por la noche. No tenía ni los apuntes localizados, no tenía nada. ¡¡No sabía francés!! Y tenía además que trabajar en la imprenta. ¡Qué pesadilla más horrible! Sentimientos de hace mucho tiempo afloraron en el estado anímico del sueño, remociones de alarmas corporales. Como el día anterior desperté pronto. A las 5 estaba con los ojos fijos en el techo iluminado la luz que entra por la puerta abierta para el fresco pase. Bajé al patio. Me senté al fresco y como tenía mucha hambre me tomé un vaso de Nescafé muy frío con leche sin leche de la que yo tomo. Al rato me volví a subir e intenté dormirme. Al final, con las luces del alba lo conseguí, pero ya no me acuerdo de lo que soñé después. Solo sé que era domingo y que me desperté casi a las 10 y me  quedé en la cama más de tres cuartos de hora —quizás algo menos—. Y sí, mereció la pena. Aunque a las 11 y pico ya estaba en la imprenta.



 Texto escrito entre lunes 9 y Martes 10. Acabado habiendo dormido 3 horas. Mucho sueño tengo...

martes, 29 de mayo de 2018

En cualquier siesta (sueño)

 

Soñé que tenía que volver al instituto. Hace tiempo que no aparecían estos retrocesos académicos; antes eran abundantes en mis aventuras por el otro lado. El caso es que debía volver —creo que— a tercero de BUP y había que estudiarlo fuera de casa —¿?—. Debía trasladarme a una ciudad indeterminada, mezcla de Granada, Madrid y Castro, pues había retazos de todos esos lugares.
Mi primera visión fue la de la vuelta a las clases, que se situaban al lado del Ayuntamiento, en la Plaza. En la realidad ese lugar es la tienda de la Ana —la de Juanillo Gil—, a dos minutos de casa, donde compro mis Pepsi Max, los Halls y en otros tiempos, cantidades ingentes de porquerías deliciosas. Saludé a dos chavalas de Espejo —pueblo vecino, cuyos bachilleres acudían a Castro—, Mari Asun y otra de recuerdo vago, que también parecían obligadas a regresar al instituto por ese imperativo misterioso. Hace catorce años que no veo a ninguna de las dos en el mundo vigil. Era de noche. Las clases eran como las de la facultad, muy grandes, pero con los bancos y sillas de BUP. Enormes barracones tétricos y gran confluencia y algarabía de gente más joven. Incluso en el sueño me parecía muy raro tener que volver allí. Cuando salí todo se había teletransportado a otro sitio, también de mi pueblo, curiosamente el Instituto Antiguo, sito en Llano del Convento, en el que jamás recibí clases oficiales, tan solo Tae Kwon Do  varios años y solfeo accidentalmente.
No sé muy bien como llegué al piso donde vivía. Se correspondía a una mezcla de las escaleras de otro sueño que tuve un día con mi primer piso en Granada, en el Barrio de los Doctores —Plaza de Toros—. Las escaleras eran de ese otro sueño, enormes, de madera, como una enorme colmena de puertas que deban al hueco de un ascensor que pendía en el centro de un patio cubierto. Eran de materiales nobles, maderas, azulejos, vidrieras, muy viejo todo, percudido, como otras tantas veces. Compartía con mi primo Gaspar y con Fran, los dos compañeros eternos. Es curioso que teníamos viviendo con nosotros a nuestra portera de mi último piso —sito entre Camino de Ronda y Gonzalo Gallas (GR)—, porque parece ser que por tocas nos la turnábamos en el bloque, como pago a sus servicios de tantos años, aunque no daba trabajo. En la vida real la señora había estudiado técnicas de interrogatorio y disuasión  en la Gestapo o en algún sitio parecido; era muy persuasiva y chantajista, pequeña y con ojos de perro pachón, tenía un brío envidiable. Nosotros la sobornábamos con naranjas que el padre de Fran traía por sacos y como tampoco éramos los típicos estudiantes escandalosos nos tenía aprecio.

El caso es que una de mis rutinas diarias en el sueño era llevar un café con leche todos los días en un sobre al Zurdo, que vivía en un sitio cercano, ya más parecido a la Glorieta de Bilbao (MA) y aledaños. Se lo dejaba en una enorme ranura de buzón de una puerta señorial, en una casa que ocupaba cerca de una manzana de pisos. En mi sueño, al menos, Fernando había logrado nuestro anhelo de casa solariega, pero en pleno Madrid. Uno de los días entré en la vivienda, que entonces tenía ajardinado acceso, porque me avisó por Facebook y me presentó a dos señores que no conocía, uno arqueólogo o algo parecido y otro supongo que sería su zenmaister, aunque después no se corresponde con las fotos de él que conozco. Fernando aparecía como Homer en el recordatorio de los Cuentos de Terror de la Casa del Árbol al Cuervo de Alan Poe. Bata suntuosa roja, cabello blanco y liso, gafas oscuras, afeitado —como la primera vez que nos vimos en la puerta del Látex—. Las paredes eran librerías, y en un pequeño comedor entre los anaqueles rebosantes de volúmenes vetustos, había una mesa camilla —aun habiendo chimenea de esas como uno mismo de altas—, un sofá y una tele gigantesca, aunque de las antiguas, no de las planas. Hacíamos planes para ir a comer cochinillo, pero como rémora del pasado alegaba yo que ese fin de semana iba a mi pueblo. Al final, trocando varios asuntos —uno recuerdo que era de los misterios de unas catedrales ¿?— quedamos en que después de salir de clase yo el viernes —que venía a ser en el sueño, como a los dos días— íbamos a comer cochinillo, y después iríamos a tocar café y churros al sitio que fuimos la otra vez —intuyo que una mezcla de Café Comercial y otros lugares del Barrio de las Maravillas—.

Es entonces justo ahí cuando suena el despertador. Cojo el teléfono para apagarlo y aún  con los ojos pegados, como es habitual en mí, miro las notificaciones que en silencio han ido llegando durante el sueño. Tenía un aviso de twitter, que no suelo yo usar. Era una mención de la simpar Jimina Sabadú (a la que profeso una fe inaudita —en mí— y un amor casi desmesurado) que me instaba a escuchar al Zurdo por la radio.


En un primer momento, he de confesar, algo chirrió en mis neuronas aun aletargadas cuando combiné en mi mente Fernando Márquez y M21, la radio de Carmena
De esa casualidad ha nacido este post, pues lo más seguro es que sin la conversación posterior con Jimi y con Patricia Godes, a la que aseguré que contaría esto por escrito cuando tuviera 10 minutos, no estarían ustedes leyendo esto. Escuché el programa y oí a un Fernando ronco, pero inasequible al desaliento en el bullir de ideas, en sus restropecters y en su afán de conectar asuntos varios —a veces pienso que tiene en esa cosmogonía tan particular una TEORÍA DEL TODO—.



Esos diez minutos han llegado pasados seis días, pero hasta esta tarde otoñal de Mayo tardío no he encontrado el momento para ponerlo todo en claro.


Es curioso como la vida y los sueños se retroalimentan, y cada día me resulta más difícil creer —qué gran debate interno, por el Gran Cthulhu, con mi yo dominante más racional— que los episodios oníricos no tengan algún cometido más allá del reciclaje de recuerdos. No digo que sea nada ikeriano, mas al menos siempre han sido fuente de escritura y conversación —que no es moco de pavo— y de ciertos misterios que dejo para otro día.

sábado, 12 de mayo de 2018

Ese click en tu cerebro.


Hace mucho tiempo que no escribo estando con un ánimo tan paupérrimo. De esas veces que la angustia es tanta que los síntomas son físicos, y que hay momentos que te gustaría desaparecer para siempre. He intentado hacer mindfulness, pero ahora —quizás— mi mente querría estar más en stand by, en un sueño largo, porque las más inquietantes pesadillas me parecen más apetecibles que la cruda realidad de aguantarme. No puedo, pues tengo que estar pendiente de la máquina que imprime sin ton ni son al fin. 
Cuando andas tanto tiempo en el control de las emociones, en esa especie de tierra de nadie entre la razón y lo visceral, reprimiendo ideas absurdas y destructivas tanto tiempo, al llegar al final deseado, por algún extraño click en tu cerebro, hace que la descompresión también arrastre a la superficie, aparte de alivio, una gran dosis de miedo, de paranoia, de cuestionarse a uno mismo, a todos, el sentido de las cosas y el preguntarte porqué no seré normal, si es que hay alguien normal, si es que los demás no sienten lo mismo acaso. En ese instante de ruptura crítica procura no manejar material pesado, intenta no tener que disimular que estás mal, protege a los demás de ti, porque puede que te conviertas en la mierda que más odias en cuestión de segundos. Hoy me ha pasado. Al menos me he dado cuenta.
En los lejanos tiempos de las postrimerías del pasado milenio y el principio de ese, yo andaba siempre en lo que hoy son segundos. Aunque siempre he intentado mitigar el daño colateral de mis emociones no lo conseguía siempre. Bueno, casi nunca, y a los más cercanos les tocó sufrir mis frustraciones, mis extrañezas y mi mal genio. Yo era un borde en permanente ebullición, con fases de flagelación por ser tan idiota y algunas otras de tranquilidad en mi estado prehater. Era un imbécil, y lo digo desde el cariño que le tengo a mi yo de otros tiempos. Me miro ahora y era tan inocente, en cierta medida tan puro, que no puedo enfadarme con aquel ser que sufría y sufría y venga sufrir y a veces explotaba, pues casi nada era malo en mí en aquella época, y solo la forma chusca de expresarme y quizá una timidez extrema de la que no era consciente y que en algunos aspectos de mi vida vengo arrastrando. 
Después vino la medicación. Lo que en el último año ha supuesto un fastidio enorme de mono, temblores,  hormigueos he de admitir que me salvó la vida, y por eso  nunca renegaré de la química aliada en los problemas psíquicos. Pasé a tener un poco de paz. No era ya tan desagradable y agrio, y pese a tener unos efectos secundarios que no vienen al caso a lo que cuento —o quizás sí—desterré la bordería como forma de expresión normativa, aunque se acercaban unos años terribles. La segunda mitad de la década de los 2000 fue lo peor que recuerdo haber vivido jamás. A una carrera que no se acababa nunca, se sumó una catástrofe sentimental y alguna muerte que me hicieron desear la mía propia. Durante tres años fantaseé con clavarme una lanza en el cuello y repesarme sobre ella —supongo que esto lo habré contado en el antiguo blog verde— que aparte de poco eficaz, hubiera sido bastante ridículo. La vez que estuve más cerca de saltar de un sitio al vacío, al ser consciente de que no había nadie al volante por algunos instantes, como poseído por mesméricas fuerzas ocultas, me hice un feto y lloré en el porche de la casa donde paso los veranos durante un tiempo que aún ahora soy incapaz de calcular, entre cinco minutos y una hora. Y todo provocado por un pequeño detonante que a día de hoy ya casi no recuerdo. Era una minucia, una tontería, pero aquella calurosa siesta en la que casi cumplo el deseo de quererme matar, me di cuenta de que algo iba horrorosamente mal por dentro.  Ese curso había aprobado año y medio de créditos universitarios antes de septiembre (90 de aquella fecha) y al encontrarme tan agotado me vacié y me dejé morir poco a poco (eso que mi primo Gaspar llamó suicidio pasivo). Hice sufrir a mi alrededor de una forma distinta, por mi desidia y mis distorsiones. Por mi ausencia a ratos y por mi egocentrimo extremo.
El tiempo cura algunas cosas, y con ayuda de éste, con medicación, con terminar la larga carrera, con paciencia, logré vivir más mal que bien hasta que empecé el proceso, en el trabajoso trajín, en el que me encuentro actualmente. Decidí que ya estaba harto de tanto sufrimiento estéril, y quizá escribo esto que leen ahora para recordármelo a mí mismo. Superé mis prejucios sobre la psicología gracias a Elvira. Cuando iba con el buen camino mental, se me cruzó la pierna y esa enfermedad, y otra vez en parte gracias a Elvi, que me recomendó de nuevo muy bien, he perdido cuarenta kilos; hoy voy al gimnasio a fatigarme y a hacer series de cosas espantosas de forma muy voluntaria. En esto también he tenido la suerte de tener al lado a Adri, que me está sabiendo aguantar y llevar.
Poco a poco, me voy abriendo, y viviendo estos cambios tan profundos empiezo a tener experiencias nuevas que nunca había tenido, y a probar cosas nuevas, dentro de un orden que pueda yo abarcar. A lo mejor aún soy demasiado precavido, y no me suelto porque no quiero sufrir demasiado.
Y por eso esta tarde al sentirme tan mal, he actuado de una forma borde, de Miguel joven, el que me sale a veces como una ráfaga, el de la bordería, el chusco, lo cual ha hecho que me siente aún peor, porque que paguen justos por pecadores me parece la mayor de las injusticias en este mundo tan podridísimo. No tengo perdón, aunque creo que estoy perdonado por la persona con la que me he pasado, o en eso confío, porque es una persona muy buena. Ha sido una frase, una leve frase, que en un momento de agobio se pone así a bocajarro, y la consecuencia posterior ha alimentado más la angustia de salirme de lo planeado para hoy, y es que cuando estoy mal, soy cuadriculado, porque la rutina impide que cometa torpezas, me ayuda a sentirme bien y a bajar la tensión. Y no he hecho lo planeado, me lo he saltado, y mientras aprendo a saltarme las cosas y a vivir más inconscientemente, el subconsciente me traiciona y acabo destruido, como esta tarde de locos, donde pasarlo bien con los amigos, ha empezado a mezclarse con un agobio mortal, con una bordería muy puntual pero muy sentida, y casi tiro por la borda esta tarde de trabajo provechoso tanto en la imprenta, como para mi interior loquito, por no ser más espontáneo. Es quizás de las cosas que más echo en falta en mi vida. El puntito picante de no controlar todo, de hacer locuras, pero no de las de siempre, sino otras. Pero en fin, al menos esto me sirve para recordarme de todos mis avances, y también de mis errores, que siento mucho, pero mucho. Tanto que ha dado para escribir el rollazo, que tú amigo lector, si has llegado hasta aquí, te has tragado.


domingo, 22 de abril de 2018



La vuelta a los domingos prusianos es cada vez más espaciada, recurriendo más a los domingos rojos o stajanovistas por imperativo legal y laboral.

No sé quién inventó el término del encabezamiento —eso de las zonas de confort—. En otras horas, habría ido a la Wikipedia a mirar al fenómeno que había tenido la ocurrencia, pero bueno, ya es un concepto utilizado en anuncios de cerveza, por lo tanto ha descendido ya a los miasmas de la pirámide de las ideas. Creo que todo esto vendrá a colación de un sueño que he tenido esta noche. Llevo unos días de vorágine onírica que repercuten muy mucho en mi vida vigil. Les cuento.
Iba a ver una película en un cine muy grande y muy antiguo. Como casi siempre en mis sueños, todo era ruinoso, suntuoso pero venido a menos, como de antesala del Apocalipsis. La película trataba de un niño y su padre. El niño conocía muy poco de su pasado. En un momento dado su abuelo aparece. O lo que queda de él. Es una cabeza con un muñón carnoso por detrás. Aún así iba en silla de ruedas que activaba por un mecanismo que ahora se me antoja imposible, aunque también en el sueño. En un momento yo pasaba a ser el niño y sentir como él. Pensaba que en el hombre gusano de Freaks, y que si yo fuese él no me gustaría seguir viviendo. El sueño avanzaba y se vivía en un estado policial o algo parecido. Mataban a gente por las calles y había que huir de un sitio para otro. Casi nos alcanzan unos mafiosos estilo años 30 en una escalera que bajaba por un callejón muy estrecho. Nos vieron y se pusieron a perseguirnos. Corrimos por muchos sitios, viendo a mi abuelo el de la cabeza montado en una moto con un cuerpo prestado y nos indicó que nos metiéramos debajo de un paso que procesionaba por aquellas plazas mitad vetustas, mitad futuristas. Eran de esos tronos que se llevan al hombro y allí nos hicimos hueco… Poco después pasamos por una iglesia y se atravesaba como un pasadizo, no sé muy bien por qué, pero mi padre conocía una huida. Tras una puerta, unos peldaños y una habitación llena de tresillos y cojines. Nos echamos y había otro niño allí escondido. El niño nos ayudó a taparnos con los cojines para que no nos pudiesen encontrar.  Llegó la policía, y en aquel momento pasé a ser el niño que nos escondió al que buscaban por haber desaparecido. Mi anterior yo, mi padre —que no era mi padre real—, mi abuelo el que solo era cabeza y prolongación habían sido inventos de mi mente. Salí de la película. Sentí bastante desolación al pensar que todo eran extraños mecanismos mentales de autoengaño. Salimos del cine. Los otros parecían no haber sentido la película como yo. Recorrimos las calles desiertas y llegamos a un local bastante moderno, donde en una terraza empezaron a servirnos bebidas y tapas. Yo charlaba asustado por la extraña conexión con el protagonista de la peli, pero bastante animado charlaba. Nos sirvieron suchi enano y sushi gigante. Eran miniaturas de makis, y gigantescos rollos de atún en unas bandejas. Las cocacolas eran de lata, pero el vino lo servían en unas copas muy finas de cristal, de esas que se rompen con mirarlas. Entonces como en una regresión a un estado posterior me veía con una lata de Coca Cola, pero del tañamo de un bote grande de tomate triturado. Había unas estancias en una especie de centro comercial. Me vi a mi mismo en el cine casi vacío, viendo la extraña película solo. Después en una habitación como de oficina de rascacielos, me observé a través de la pared de cristal tomando otra Coca-Cola King size en una terraza parecida a la anterior, pero estaba solo, en las mesas únicamente se veían servilletas de papel sucias y arrugadas y yo tecleaba una pantalla palpando viendas japonesas. Fui consciente de que todo, absolutamente todo era mentira. Pensé que era un recurso muy trillado, pues ya no sabía si vivía en una película o en la realidad. Sentí entonces que estaba absolutamente solo y vi como se difuminaban en mis recuerdos las risas, los abrazos y las charlas. Solo quedaba el niño asustado que se escondía en un sofá.

Y entonces me desperté y eran las 8 de la mañana de un domingo que se tornaría bastante duro, aunque el alivio de sentirme real no fue moco de pavo.


Los que se refieren a la zona de confort como refugios seguros donde todo es inmutable supongo que no han estado jamás enfermos. Esa zona de confort para mí, durante mucho tiempo ha sido una cama de clavos de faquir, que si te movía mucho te pinchabas, y lo único que ponías entre las afiladas puntas de metal y la carne eran unas películas, unos libros y unas cuantas maniobras de evasión. A eso es a lo que invitan a renunciar los anuncios de cerveza y los tontos del haba. Cuando se está encerrado en cámaras de tortura de confort es lo que pasa. Después mejoras, y ves que te puedes levantar de los pinchos, pero los agujeritos en la piel están abiertos y derraman sangre, lágrimas y bilis negra, durante mucho tiempo después. El mundo es un lugar tan hostil. En lo que los mamarrachos llaman tu zona de confort porque es más divertido perder que intentarlo, has sufrido de lo lindo y te has sometido a ti mismo a las más refinadas tendencias en torturas chinas, masoquismo de libro y has destrozado tu vida durante lustros. Aún así no quieres salir porque el mundo, como digo, es un lugar hostil. El infierno son los otros, pero el demonio eres tú. Pero la gente es peor que Satanás, y solo encuentras alivio en las personas, en aquellos a los que te une una afinidad, sea cual sea. A la larga —yo me di cuenta la semana pasada con casi 42 años— sabes bien que no serás jamás amado por tu totalidad. Yo amo a pocas personas de forma tan compacta, la verdad. Nunca llegará alguien a consolarte tanto como para no caer en esas sombras del autoengaño, del mecanismo de defensa de desdoblarte. Llegar a mí, llegar al meollo de cualquiera no es fácil. En lo somero todos somos una caricatura de nosotros, porque nuestro abisal fuero interno siempre guardamos cosas, o si las exponemos son ignoradas sistemáticamente por ser algo incómodo, incluso en las personas de mejor corazón, incluso en los que te miran con unos ojos mucho más amables que los tuyos propios.

Ahora, el domingo al mediodía, en una etapa de mi vida que no deja de ser una salida completa de eso que llaman la zona de confort —la lucha continua de la mente contra ese autoengaño y la pelea de mi cuerpo contra la comida—, y siento que aunque parezca desagradable, el darse cuenta de ciertas cosas es reparador. Nadie leerá mis cosas jamás como yo quiero que las lean, como parte de un todo. El todo de las cosas que plasmo. Solo soy un retazo en la vida de los que me conocen, nadie se preocupa por conocer más, y es porque quizá lo que les ofrezco en doloroso, es demasiado real o es porque al final soy un espejo donde se reflejan las miserias de los demás.

No sé. Seguiré pensando en ello. Espero que hoy ya no más.
Dicho lo cual pueden preguntar lo que quieran, si es que quieren saber. Por mensaje directo, eso sí.



PD: No corrijo ahora. Si hay faltas, cosas que no coordinan o lagunas, ya lo miraré si eso.
Pero espero que hoy ya no más.