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martes, 25 de julio de 2023

Sueño de una noche de Santiago

 


Hoy volví a soñar con exámenes.

Estaba trabajando en la imprenta, pero aún así me quedaban algunas asignaturas para acabar la carrera. Por mi habitual desempeño al pie de la Xerox no iba a clase y, claro, estaba perdido más perdido que el barco del arroz.

Eran de dos asignaturas diferentes, una relacionada con física —pues la profesora era la que me dio Física las distintas veces que la cursé, Inmaculada Domínguez— y otra con la Geología Estructural. Esto es lo más curioso. El profesor con nombre marroquí inventado era en realidad un pakistaní que estuvo en la facultad haciendo la tesis y del que jamás supimos su nombre, aunque mi amigo Raef lo bautizó como Farala, por aquello de «tenemos nueva chica en la oficina» la primera vez que lo vimos entrar en la cafetería.

Ambos exámenes eran una mezcla de tipo test y preguntas muy cortas. Cuando llegué a hacerlos la gente aún estaba en una extraña clase en una zona porticada y había transparencias de sinclinales y anticlinales. Daba clases el señor pakistaní, pero con un acento muy de aquí, supongo que por referencias a mi profe de matemáticas, Paco, que era de Pulianas (Granada) pero converso al Islam. Al salir de la clase estábamos en una mezcla de la puerta del Aula Magna de la Facultad de Ciencias y un bar de mi pueblo, Las Palmeras. Había mucha gente de mi pasado, pero ya desconocía sus nombres e incluso sus caras. De repente vi a uno que empezó conmigo en año 94, que iba tan poco al clase que le llamábamos el «nuevo». Temía no acordarme de su nombre, pero no. Era Antonio. Antonio Marín Quiñones, me decía para mí mismo. Su cara era tan nítida que le venía la cara recién afeitada y sonrosada con singular definición.

Los exámenes empezaron en esa parte como de claustro antiguo. Unas mesas gigantes nos acogían. No estábamos ordenado sino desparramados; algunos se sentaban en escaleras que conducían a una luminosa puerta al fondo. Todo tenía un sabor muy antiguo, casi escolástico. Nos repartieron unos volúmenes. Eran las pruebas. Las preguntas venían precedidas de textos larguísimos. Ambos constaban de mil preguntas. O sea, teníamos que hacer dos mil preguntas sin tiempo definido. Y leernos esos prólogos farragosos.

Me percaté de que el de física era más una encuesta que un examen. Creo que explicaron que servía para la tesis de alguien y que lo rellenáramos. Pensé que vaya tongo de estadística, obligando a unos alumnos ciertamente avejentados —todos estaban alrededor de mi provecta edad— a colaborar con la tesis de un desconocido con preguntas bastante personales y muy al buen tún tún. No recuerdo ninguna ahora, pero era como esas encuestas que hacen por teléfono si has visto un chicle tal por la tele en el último mes.

Del otro sí que me acuerdo. Era un examen interminable que iba mutando con el tiempo. En un principio fue un volumen, pero después empezó a tener anexos y anexos y el profesor decía que es que ya nos había dado tiempo de leer los libros durante todo el cuatrimestre. Yo languidecía leyendo tediosos párrafos que ya poco tenían que ver con la geología estructural. Eran mil preguntas y para responderlas sólo me quedaban 36 horas o suspendería.

Para contestar algunas tenías que haber leído libros completos. Íbamos cambiando de sitio. Una plaza con bar con grandes ficus estilo Murcia, donde el profesor que ya había dejado de ser pakistaní para transformarse en un español tipo cantautor, me dijo que como no pagara no podía seguir haciendo el examen. Fui a un cajero en el hall de la facultad que a su vez contenía a la plaza, el bar y los ficus gigantes. Metí mi tarjeta y me decía que llevaba cuatro convocatorias y ninguna pagada. ¡Qué desazón! No recordaba haber agotado ninguna de ellas. Empecé a sentir lo mismo que sentía por aquel entonces cuando estudiaba. Un asco, un agobio tal que me anulaba. Me escupía la tarjeta porque no me sabía el pin… —eso es justamente lo que me pasa ahora—… estaba agobiándome porque anochecía. Por casualidad mi padre pasaba por allí y le pedí prestada la suya con miedo a que me dijese algo por estar haciendo exámenes sin pagar la matrícula. No, me la dejó y pagué y en la pantalla del cajero salió un mensaje con el tiempo que quedaba para que acabase dicha convocatoria. Menos de 24 horas.

Me dirigí a la mesa y de repente ahora estamos a la intemperie, en la explanada de fuera de la facultad. No había coches ni casi luces. Una vegetación más frondosa de la que recordaba cuando yo iba, selvática; y como en mucha de las ocasiones que sueño con estas cosas de la universidad el edificio se veía abandonado y sucio, surcado de grietas y raíces. La luz que nos iluminaba era azulada y venía de unas estrellas que estaban cerquísima de nosotros…

 Seguía rellenando preguntas y preguntas. Unas veces una simple x. Otras había que poner parrafadas textuales de los libros a los que se aludía y yo lo veía imposible. Podías consultarlo porque el libro estaba incluido en el examen. Una especie de código QR hecho de estrellas permitía meterte dentro del libro, que estaba escrito en el cielo y transitar por las letras y las historias que se formaban con enormes figuras delimitadas por líneas azul pálido en el firmamento. Cuestiones sobre el origen del Cosmos y la conciencia, sobre el mismo ser. Me desesperaba más y más. El profesor no se cansaba de decir que tiempo habíamos tenido de leerlos, pero a mí se me antojaban vastísimos, inabarcables, ilegibles en su redacción y conclusiones. Algunas preguntas eran muy fáciles, otras como ecuaciones del pensamiento indescifrables para mí. La gente iba acabando los mamotretos y dejando sus exámenes encima de una mesa llena de polvo.

De nuevo en el claustro. Tenía luz y tranquilidad de hora de la siesta. Había acabado hacía mucho en una extraña habitación el de físicas, o eso recordaba, pero en el que había sido de estructural me quedaban muchísimas preguntas. A mí ya me daba igual suspender o aprobar. El único que seguía haciendo el examen era yo y el profesor discutía sobre verdades filosóficas con unas alumnas que habían acabado ya, con una arrogancia y una chulería que se acercaba al acoso. Algo me obligaba a seguir allí, ya repasando esas páginas sin ton ni son, escribiendo con mi pluma azul pequeños apuntes en negro en los márgenes para aclararme sin conseguirlo. Estaba comenzando ya a llorar de impotencia.

Entonces me desperté. Me estaba meando. Eran las ocho —quince minutos antes del despertador— y la luz entraba ya fuerte por el hilillo de puerta abierta del cuarto de baño. Dormí casi siete horas del tirón. He soñado otras cosas que me angustiaron mucho también, pero ahora no las recuerdo. Estaba cansadísimo y tuve que darme otros tres cuartos de hora de sueño para incorporarme al mundo vigil.

No sé si soñé. Pero la sensación continuó hasta que sonó el despertador.
Hasta ahora que son casi las tres de la tarde.

domingo, 4 de abril de 2021

Vanitas vanitatis


 Vanitas vanitatum et omnia vanitas
Vanidad de vanidades, todo es vanidad.


Hoy dormí muchas horas. El cuerpo lo venía necesitando ya. Hace ya tres o cuatro días que he dormido acostado. Pero es dormir un rato —de dos a tres horas— y ya no poder seguir y quedarme acostado desvelado esperando el alba. Ya casi no me agobia tantas horas de no hacer apenas nada y cambiar de postura sabiendo que eso traerá un latigazillo de dolor. Hoy dormí muchas horas, pues. Me acosté muy muy agitado, y eso que hice por tranquilizarme. Nada mental. Era corporal, una tensión en los hombros, las respiraciones pesarosas e incómodo en toda posición. Pero caí y dormí. Muchas horas. Hacía ya tiempo que no recordaba los sueños tan nítidamente. Supongo —ya casi nada me parece seguro a esas horas— que porque no fue un dormir tan interrumpido.

Algo me llevó a un gran edificio con muchas habitaciones y muchas oficinas. Para pasar tuve que pasar un control parecido al aduanero, pero no sé lo que buscaban. Se entraba como en una enorme nave parecido a un matadero, a un mercado o similar. Arriba estaban esas habitaciones que parecían prefabricadas tal que cubículos de oficinas o esos despachos a pie de obra. En cada uno había dos mesitas y un frigorífico. Conocía a una persona que trabajaba allí, entre paneles asépticos verde claro silla de escuela y archivadores definitivos blancos y negros, de esos que forman el extraño moaré de las guardas de los libros antiguos. Era la mezcla de dos personas que mi vida vigil también entrelazo en mi cabeza. Ser de la misma ciudad, parecida apariencia general y cierta desestabilidad mental llenan los huecos de una ausencia no elegida por una parte y una virtualidad que no creo que se concrete en realidad por otra. En el sueño esa chica trabajaba allí y tenía que acompañarla al otro lado del río. Nos asomamos a una dársena —era el porche posterior de mi casa en el campo, de ahí quizás el frigorífico que desentonaba— y el paisaje era como el río de mi pueblo si hubiesen pasado algunos cientos de años y el tiempo y la erosión hubieran borrado la canalización creando una llanura grandísima que es su base cobijaba un río enanito que formaba, eso sí, enormes lagunas someras, con mi pueblo al fondo más aferrado a la loma que lo contiene que ahora. Atardecía y según nos dijo un señor que parecía controlar las entradas y salidas de dicha dársena elevada: Tened cuidado, la glaciación avanza incluso ahora en verano. Y es que ciertamente la mentada llanura de lagunas estaba llenándose por gruesos copos que caían lentamente. Y añadió: Pero sobre todo por los rayos. Los que producen esos charcos negros, dijo señalando a un pequeño cráter inundado. Pensé en ese momento que a lo mejor podía coger fulguritas, esas rocas formadas por impactos de rayo. Al fondo, con el horizonte formando un tormentoso cielo de Flandes, los rayos caían, muy azules sobre el terreno de vez en cuando, salpicando agua o quemando alguna de las casas viejísimas y raquíticas al lado del río, auténticos arrabales de un futuro improbable. La vegetación de la ribera que explotaba como si en vez de savia tuviese queroseno en los vasos leñosos cuando era alcanzada. Aún así teníamos que llevar un paquete a algún lado. Se hizo de noche y una de las calles se inundó de repente cuando avanzábamos para el pueblo. Lo que en realidad mide a día de hoy 150 metros eran kilómetros y kilómetros de casas ruinosas y cañaveral. El frío arreciaba y los rayos seguían cayendo cercanos, hasta que uno cayó al agua casi al lado. Huimos cada uno en una dirección, pero los rayos en el río actuaban de forma extraña y seguían su curso de forma subacuática. Desgraciadamente alcanzó a la chica que me acompañaba. Yo no lo vi. Fue una sensación de pérdida muy real.

Me desperté. La herida palpitaba y estaba bocabajo con el pie extendido, una idea genial para que te duela una úlcera. Creí que se repetiría lo de todos los días. Serían las 5. Bajé y todo abajo, aunque no me acuerdo bien de lo que hice. Tomé una pastilla, eso sí recuerdo. Y que el gato me seguía. Me acosté de nuevo y hubo un impase con el teléfono, pues algo subí a esas horas, pero es un recuerdo, más fugaz y remoto que el propio sueño. Dormí de nuevo.

Mismo edificio, pero ya no hacía frío, ni parecía prefabricado. Intentaban averiguar porque había desaparecido lo chica.  Yo conté mi historia de rayos y centellas, nieve y ríos. Afirmé haberla visto morir, porque ese era el sentimiento, pero pensé y no era así. Sabía que se había muerto pero yo ni la vi arder ni nada. Y menos su cuerpo. Me dijeron que había pistas que apuntaban a que la empresa donde trabajaba la eliminó por saber algo que no debía saber. A mí me pareció más raro que la aventura del trueno azul debajo del agua. Pero descubrí ciertas cosas que apuntaban a eso en esta segunda parte del sueño. Empezó a hacer frío de nuevo mientras buscaba en una habitación de hotel desvencijada. Desde cuándo era yo detective o algo parecido, me preguntaba. Quería llegar a una verdad que iba mutando en el sueño con el tiempo. Al final la encontré con una pista que había dejado en un tablón de esos de corcho... Un recibo de algo hecho en impresora de puntos que nombraba el nombre de una canción y de un momento en particular que recordé. Después lo miré y era un recibo de cualquier cosa sin interés alguno. Ahora esa persona, a la que había visto y no visto morir, para después desaparecer, no existía ni la conocían allí.

Me despertó el teléfono a las 10. Una llamada, no hay otra, el domingo es el único día donde el despertador descansa. Balbuceé respuestas a mi madre. Me sentía horrible. Pensé en qué proceso me había llevado del subidón de alegría de ayer, inesperado,  por las primeras ventas de Mame Inc a encontrarme tan nervioso por la noche y a tener una mañana tan agónica. De nuevo esta aquí. Nada nuevo bajo el sol. Me dije esta frase y pensé en el pasaje donde deriva esa frase. Creo que logré acercarme al origen de los males, aparte de dolores y pesadeces corporales. Ayer tuve visita por la noche, para salir un poco de la rutina. No estoy acostumbrado a tantos estímulos y jaleos. Cuando se fueron leí por primera vez el fanzine entero. Estoy ya aburrido de lo que pone. Me pareció repetitivo. Aburrido. No merecedor de andar haciendo el tonto con una publicación que me estáis comprando por pena o por una obligación absurda. Nada nuevo bajo el Sol, vanidad de vanidades. He sido demasiado vanidoso, me castigo. Sé que es una distorsión porque no es para tanto. Algo va mal. Hago por levantarme a las 11. Tengo que ir a curarme pero siento cansancio y nervios. En el estómago anda algo mal. A la gresca. Mi mente bulle ahora tras la noche de muerte. Voy a curarme totalmente zombie. Me toca el único sanitario desde Noviembre que corrige la cura. La hace con una desgana desacostumbrada en el cuerpo y como le da la gana. Yo le digo es así. Es igual me dice. Esto me parece igual del extraño e irreal que todo mi sueño. Me vuelvo cabizbajo a casa. ¿Tendré coronavirus o es simplemente que ya hace maldito calor por las calles?

No sé, comienzo a escribir esto. Me voy a comer a casa de mis padres. La cosa no mejora mucho.Vuelvo. Acabo esto ahora. Suenan las golondrinas que tanto entretienen a Pequeño Lord. Hablo con Jimina sobre los restos de Flos Mariae.
Ahora sí... me voy a la cama.



miércoles, 23 de octubre de 2019

Sueños desde la antigüedad

Cae del cielo el agua que desborda

los diques y los ríos y los pantanos.

Yo, viejo, miro por el vidrio roto del ventanal
de las últimas lluvias que veré como
espectro en vida otoñal.
Pienso, leo, releo, lo dejo
paseo por la calle
extraño en mi casa
insólito en mi círculo
miembro único de mi manada.
Engaño con mi endeblez
y con mi fortaleza a iguales partes
soy de cáscara dura
pero de blandas entrañas de gelatina
que pierden el sanguinolento tono
por el gris impávido de lo acontecido
del hastío y de los sueños corrompidos.
En definitiva me reinvento
siendo lo mismo por dentro
¿acaso filósofo o pensador?
No; sólo sueño. 
Ni con un mundo mejor
ni con sanar la razón
ni siquiera con salir de este bucle 
malsano.
Sueño y ya está,
finiquitado.
No hay que darle más vueltas,
aunque orbite en Yuggoth
o esté en las convecciones del manto.
Soy lacayo y señor
de mí mismo
y eso duele
como una úlcera abierta
o un viejo amor olvidado
que viene de visita
en el duermevela que devasta
imperios y reinados 
del Oriente.


Randolph Carter 
Anno MMXIII Día Internacional de la Oscilación
(Precisamente ese día 21 del que hablo a continuación me sale este recuerdo en el facebook de Randolfo, creo que denota la importancia del sueño en mí y mi reverencia a tal acción aún no explicada del todo por la ciencia)





Llevo un par de semanas durmiendo regular. Hace tres o cuatro días empezaron las pesadillas. Antes la falta de sueño me provocaba un desánimo diríamos que demasiado amplificado. Lo que me ocurre ahora es simple cansancio. He tenido varios sueños desasosegantes.

Siesta del domingo 20 de Octubre

Había dormido por la noche poco más de tres horas y llevaba en planta desde las 6 y media de la mañana. Logré quedarme durmiendo a eso de las 5:30 de la tarde. Me desperté sobresaltado a las 6:15. Después dormí hasta las 8 y pico sin sobresalto.

La sala de la imprenta era más grande y antigua que la actual. La iluminación era preciosa, amarilla, de bombillas mezcladas con vela. Color oro viejo. Todo tenía mucho polvo y era de noche. Trabajaba afanoso en una enorme máquina —creo que la Presto que tengo en casa de mis tíos— haciendo un trabajo tedioso. Era noche avanzada, seguro que de invierno, pues la evocación que sentía era como el comienzo de Canción de Navidad de Carlos Dickens. Poca luz y frío que congelaba narices. Ese olor a leña que pronto inundará mi patio. Estaba bastante cansado. De eso me acuerdo. Subí arriba y alguien había ocupado mi casa. No me explicaba cómo habían podido entrar porque hay que pasar por la imprenta antes de la casa. La decoración había cambiado. Donde antes había solo pared blanca y chineros ahora estaba tapado por telas de mandalas, elefantes y atrapasueños, en un constrastado claroscuro y olores a incienso… obstruyendo la puerta del balcón había una pizarra Vileda con una programación escrita. Una programación didáctica, típica de un estudiante de oposiciones a profesor. Eran un marasmo de leyes y letras. El damero del suelo oculto alfombras y algún puf diminuto. Olía a pachuli. Todo se vuelve borroso a partir de aquí. Me desperté, pero hubo más sueño, lo sé porque ya en vigilia recordaba a la inquilina okupa, una jipi tan del estilo granadino de los 90. Lo que no recuerdo es la causa del gran terror con el que me reincorporé al mundo de los despiertos.

Después soñé más con sobresaltos. Se me ha olvidado lo que fue.

Madrugada del 21 de Octubre 

Después de la anterior siesta me costó dormir. Llegaría a la aventura onírica a eso de las 3 y pico. A la hora que desperté sobresaltado eran las 7:30.

En los extrarradios de una ciudad hay grandes avenidas que separan grandes edificios cúbicos blancos. No son de ciencia ficción, son parecidos a la politécnica de la UGR y al edificio de la General. Por eso y por el ambiente que se respira supongo que estamos en Granada, aunque son parajes semiabandonados. La hierba que creció entre los adoquines y cemento se ha secado y se agita al viento frío. Vamos un grupo de personas andando, a su vez formando subconjuntos más pequeños. Son amigos y conocidos que iban al instituto conmigo, pero esto pasa en el presente. Estamos más viejos y, en algunos casos, el paso del tiempo ha hecho mella en antiguas amistades. Precisamente hablo con uno con que a día de hoy no tengo demasiada relación y me comenta que ha tenido doce hijos. ¡Qué raro! —pienso para mí—, si fuese verdad me hubiese enterado y no se me fue de la cabeza en el sueño de que era un mentiroso. Le pregunto a otro y dice que solo tiene uno. Mentir por mentir. Vaya. Nos acercábamos a un restaurante donde había una especie de quedada extraña. Era rara porque me recibieron miembros del Luchana y compañeros de universidad. Recuerdo que me abrazó Pablo Vázquez. Justo después dos amigos de la facultad blanden unas especies de cuchillos espada de vidrio volcánico —los geólogos y sus movidas— y uno de ellos me da como toques con la daga y nos reímos. Quiero coger la del otro, pero me advierte que está muy afilado el filo. Lo miro y noto un corte en el dedo y el ris de la obsidiana en la yema. Estaba como un cúter recién estrenado. Recapacito, y si eso me ha cortado tanto, cómo es que no me han hecho nada los toquecitos. Miro para abajo y de la clavícula a la parte baja de la barriga tengo una raja en la carne. No sangra, duele ahora. La grasa se ve en la herida limpia formando la pared de una especie de cañón de medio centímetro. Un poco más al centro, más pequeña, y acabando en el ombligo, otra hendidura. Más profunda. No derrama nada tampoco, pero el fondo es azulado, como de sangre quebrada. Aquí desaparezco o no me acuerdo. 
Están ingresándome en un hospital especial para agredidos con monos de sustancias. Declaro mi síndrome de abstinencia al trankimazin, y me meten en una habitación como las de la UVI, con mesas y aparatos en el centro y camillas a los lados donde cada uno reposa. Cada camilla da a una puerta con unas habitaciones que son como cuartos de estar. Pero las camas están fuera al lado de un fregadero de laboratorio individual. Había un pijo viejo que ensortijados pelos sal y pimienta que me explicaba dónde estaba todo. Me dice que en unos cubos rectangulares y someros de metal llenos de agua había que meter las manos para lo de la telepatía. Me siento muy extraño. Me explica que las personas que estamos allí, por esta carente de una sustancia en el cuerpo, tenemos la posibilidad de desarrollar la habilidad de, al sumergir las manos en los recipientes, comunicarnos entre nosotros. Unas enfermeras ya mayores, de esas bien chivas —creo que este palabra es un endemismo de aquí, viene a ser de genio poderoso, mala leche y sentido del humor retorcido todo junto, fresca como una lechuga—, que nos tratan como si fuésemos niños. Yo me quiero ir de allí.
El cocainómano pijo se ríe y sumerge las manos. Comienza a dolerme la herida. Ahora está como pegada a la ropa, abro y está sellada con eso transparente que ponen en algunos cortes. En ese momento me despierto. Estoy bocabajo y me duele desde la clavícula a la parte inferior de la barriga. Es como una molestia vestigial, que me mosquea bastante y después se pasa para no volver hasta ahora.

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El dormir ha continuado siendo muy irregular desde que soñé estas cosas. He soñado más cosas después, he visitado casas antiguas, visto a mi abuelo con vida de nuevo, bajar por el hueco de un ascensor, sentir texturas olvidadas en la punta de mis dedos, comido pastel amasado por una víctima de la peste negra… pero estaba tan ocupado con estos dos, haciendo lo posible por no olvidarlos que han ocupado el puesto de los otros, más nuevos en el recuerdo. Pasa si lo piensas mucho, claro.




martes, 10 de julio de 2018

Dos sueños (La vuelta de la llave de plata)





La madrugada del viernes al sábado pasado.


Me fui a la cama con leve dolor de barriga. No estoy acostumbrado a beber alcohol y me pedí esa extraña sidra que venden ahora en Cá David. En realidad no me gusta demasiado, porque está amarga, y lo único amargo que me puede gustar es el chocolate negro. Pero bueno, para no bebérmelo a la trágala como me invitan mis instintos con las cosas dulces que suelo tomar, pues vale. Craso error. Ese leve dolorcillo de barriga, nada insoportable, sordo si quieren, de perfil bastante bajo, mezclado a turbaciones de tipo mental que me habían atenazado en la siesta de ese mismo día, creo que dio como consecuencia los hechos oníricos que paso a comentar.

La imprenta. La imprenta tiene una casa. Es donde vivo yo. No es un globo. En el primer sueño mi casa era mi casa; con ligeras modificaciones, como suele ocurrir. Recuerdo que en la planta de arriba, en el salón, lugar donde como y ceno iluminado por un fluorescente en la vida vigil, el espacio era más grande, y más rústico, como esos desvanes de casas antiguas. Esos que huelen a tocino curando en sal, a polvo acumulado y a Zotal. Allí estaban mis compañeros de piso de hace mucho tiempo, y parece ser que estaban invitados a pasar unos días. Yo estaba en mi habitación, en la que soñaba en aquel momento, oyendo los ruidos de la conversación. Tenía un poco de miedo a salir. Sí, era miedo, un miedo que conozco bastante bien. Ese miedo del que no tiene ganas de relacionarse con nadie cuando la depresión te come por dentro, pero no es lo bastante fuerte como para que sea insoportable y te quedes en la concha. Salí a la tertulia y bien. Sensaciones antiguas. De repente comenzó a llegar gente. No sabía quién eran, solo que charlaban y charlaban dando muchas voces. Mi miedo aumentaba. Ahí me desperté. Eran las 6 de la mañana. El dolor seguía latente en mi enorme tripa de recién salido de la obesidad mórbida conectaba todo el sistema digestivo hasta su salida. Ustedes me entienden. Estaba raro, y como otros días que me despierto esos lapsos al buen tuntún no lograba volver a dormir. No sé qué hora sería —pero cerca de las 7— cuando volví a quedarme frito.

Mi casa era ahora un pequeña construcción en el campo —me recordaba a la primera casa que hubo en nuestra parcela—, con el interior parecido a la disposición real, pero con toque rústico/reciclado; o sea, esas casas que son ocupadas por objetos que tuvieron mejores momentos en primeras viviendas de recién casados, hace mucho, y ahora eclécticamente dispuestos se unen a otro similares, pero de distinta procedencia, estilo y época. El único cambio significativo era que había una cocina en el descansillo de las escaleras, una cocina amplia con mesa y sillas, con poyos de granito, como los del chalet real donde he vivido casi todos los agostos de mi vida, pero con la novedad de un horno bastante grande de esos de hierro forjado. Otra vez estaba con invitados, pero yo huía a un patio trasero, con sillas blancas de blancas varillas  oxidadas, con un árbol bastante triste cobijándome de las primeras luces del día, pues parece ser que cogí la referencia horaria real para continuar el sueño. Los invitados se salieron fuera, a un porche delantero y me llamaron para que me uniese. Me fueron a buscar, ahora mismo no sé quién, pero gente conocida. Tomaban en café alrededor de una mesa grande, y había gente que yo conozco, pero que no la asociaría a mi entorno, como alguna médica y una señora que estaba en una tienda en Granada. Hasta ahí, aparte de la extrañeza que su presencia me causaba, todo bien. Volví a entrar a coger bocadillos —sí, bocadillos— y dentro acababan de llegar una pareja a la que no conocía de nada. Eran los típicos urbanitas, y desentonaban bastante con el deslavazado estilo de la cocina. Iban vestidos de blanco ibicenco, caras de superioridad moral y una niña rubia de unos diez años que tenía la voz muy aguda. De repente comenzaron a imponer cosas sobre la comida, y cómo debían servirse los bocadillos. El hombre era un señor bastante alto, algo mayor que yo, con la cabeza rapada y una perilla muy bien recortada de pelo cano; su camisa era vaporosa, muy blanca; se dedicaba a  cambiar las cosas de sitio. La mujer hablaba y hablaba con un acento que yo identificaba como muy fino, pero no más. La niña iba y venía, la madre le gritaba, el padre le gruñía a la madre y yo estaba indefenso ante esa estampa. En un momento sacaron una pechuga de pollo de mi congelador y dijeron que iban a hacer croquetas. ¿Cómo me está pasando esto a mí? —preguntaba para mis adentros — pero si esa pechuga está cruda… y es para yo hacer pasta un día de estos. Yo no quiero croquetas que después le ponéis mucha bechamel y no me las puedo comer. Pues sí, incluso en mis sueños estoy a dieta. Iba a decir algo, pero me fui. Me fui al patio trasero del árbol triste, donde seguía pareciendo otoño al amanecer. Sonó el despertador. Eso es facilísimo de decir con exactitud. Eran las 8 y cuarto, como todos los días menos el domingo. Estaba cansado, bastante cansado y apenas recuerdo que pospuse los cinco minutos de rigor y ya estuve soñando de nuevo con el cansino pitido un rato más.

La casa ya llegaba a palacete, aunque donde yo estaba sentado era la cocina de antes, con algunas cosas cambiadas y más sofocante. Ya casi que no recordaba ni someramente a mi casa real. Directamente estaba secuestrado a la fuerza por cuatro personas que no conocía. Me decían que me quedara quieto que ellos sabían lo que eran mejor. No sé qué ocurría. Me acordaba del sueño anterior como si hubiese ocurrido hace un tiempo. Sentado al brasero mujeres con caras circunspectas me miraban. Eran como esposas sicilianas, pero vestidas en el Decatlon.  Había dulces en la mesa. Suspiros y pastelón. Cortadillos de cidra. Yo no comía, ellas tampoco. Salimos y había un enorme páramo con tierras labradas. Era otoño y la fotografía era de serie inglesa en exterior, como ocurre muchas veces en mis aventuras oníricas. En las lindes había árboles y unos señores con pinta de haber salido de Peaky Blinders los cortaban a hachazos. Me exaltaba porque estaban cortando mis árboles. Ellos me tranquilizaban diciendo que los ladrones de manzanas, unos rumanos, ya no se llevarían más manzanas de allí. El tiempo amenazaba tormenta. Desperté a las 9 y media. Faltaba media hora para abrir la imprenta. Decidí que lo haría a las 10 y media, aunque a las 10 y diez ya estaba yo con la puerta abierta. La extraña conexión dolor de barriga con la cider Ladrón de manzanas se concretó en este último sueño.


 

La madrugada del sábado al domingo


Quien me lee desde hace mucho tiempo, ya sea en canónico post o en mis numerosos partes médicos y/o del sueño en las diversas redes, saben que lo recurrente de veras es aquello de que me quedan algunas asignaturas y tengo que volver a la carrera. Eso mismo me ocurrió esa noche. Trabajaba en la imprenta, que tenía la característica que era anterior a la reforma para meter la máquina Heidelberg de aspas. O sea, la sala de máquinas era una preciosa estancia abovedada, que había permanecido inmutable a lo largo de muchos años. En el sueño hacía algo con mi padre en la sala de cajas, y no sé de qué forma me entero que tengo que volver a Geología porque me quedan cinco asignaturas. Entre ellas Petrología Metamórfica y Francés. Esta última nunca la cursé, pero la tenía que repetir. La Metamórfica es una asignatura que se repite bastante en estos sueños angustiosos. Básicamente porque era incomprensible en su descripción química para mí, aunque los procesos y resultados sean tan bellos como son. Los profesores tampoco ayudaban. Eran plomizos y uno hasta un chulanga. No soy injusto, de verdad. La Petrología Ígnea la daba un señor muy mala virgen, pero si hemos de ser exactos a la verdad, gran profesor y ecuánime en las pruebas escritas y en las prácticas. Bueno, que me voy del tema… yo trabajaba en la imprenta y estaba tan atareado como últimamente estoy y se acercaban los exámenes. Eran cuatro exámenes un mismo día. Yo decía que pasaba de estudiar porque estaba muy agobiado, que para lo que servía. Mi padre no lo veía así y me decía que estudiase por la noche. No tenía ni los apuntes localizados, no tenía nada. ¡¡No sabía francés!! Y tenía además que trabajar en la imprenta. ¡Qué pesadilla más horrible! Sentimientos de hace mucho tiempo afloraron en el estado anímico del sueño, remociones de alarmas corporales. Como el día anterior desperté pronto. A las 5 estaba con los ojos fijos en el techo iluminado la luz que entra por la puerta abierta para el fresco pase. Bajé al patio. Me senté al fresco y como tenía mucha hambre me tomé un vaso de Nescafé muy frío con leche sin leche de la que yo tomo. Al rato me volví a subir e intenté dormirme. Al final, con las luces del alba lo conseguí, pero ya no me acuerdo de lo que soñé después. Solo sé que era domingo y que me desperté casi a las 10 y me  quedé en la cama más de tres cuartos de hora —quizás algo menos—. Y sí, mereció la pena. Aunque a las 11 y pico ya estaba en la imprenta.



 Texto escrito entre lunes 9 y Martes 10. Acabado habiendo dormido 3 horas. Mucho sueño tengo...

martes, 29 de mayo de 2018

En cualquier siesta (sueño)

 

Soñé que tenía que volver al instituto. Hace tiempo que no aparecían estos retrocesos académicos; antes eran abundantes en mis aventuras por el otro lado. El caso es que debía volver —creo que— a tercero de BUP y había que estudiarlo fuera de casa —¿?—. Debía trasladarme a una ciudad indeterminada, mezcla de Granada, Madrid y Castro, pues había retazos de todos esos lugares.
Mi primera visión fue la de la vuelta a las clases, que se situaban al lado del Ayuntamiento, en la Plaza. En la realidad ese lugar es la tienda de la Ana —la de Juanillo Gil—, a dos minutos de casa, donde compro mis Pepsi Max, los Halls y en otros tiempos, cantidades ingentes de porquerías deliciosas. Saludé a dos chavalas de Espejo —pueblo vecino, cuyos bachilleres acudían a Castro—, Mari Asun y otra de recuerdo vago, que también parecían obligadas a regresar al instituto por ese imperativo misterioso. Hace catorce años que no veo a ninguna de las dos en el mundo vigil. Era de noche. Las clases eran como las de la facultad, muy grandes, pero con los bancos y sillas de BUP. Enormes barracones tétricos y gran confluencia y algarabía de gente más joven. Incluso en el sueño me parecía muy raro tener que volver allí. Cuando salí todo se había teletransportado a otro sitio, también de mi pueblo, curiosamente el Instituto Antiguo, sito en Llano del Convento, en el que jamás recibí clases oficiales, tan solo Tae Kwon Do  varios años y solfeo accidentalmente.
No sé muy bien como llegué al piso donde vivía. Se correspondía a una mezcla de las escaleras de otro sueño que tuve un día con mi primer piso en Granada, en el Barrio de los Doctores —Plaza de Toros—. Las escaleras eran de ese otro sueño, enormes, de madera, como una enorme colmena de puertas que deban al hueco de un ascensor que pendía en el centro de un patio cubierto. Eran de materiales nobles, maderas, azulejos, vidrieras, muy viejo todo, percudido, como otras tantas veces. Compartía con mi primo Gaspar y con Fran, los dos compañeros eternos. Es curioso que teníamos viviendo con nosotros a nuestra portera de mi último piso —sito entre Camino de Ronda y Gonzalo Gallas (GR)—, porque parece ser que por tocas nos la turnábamos en el bloque, como pago a sus servicios de tantos años, aunque no daba trabajo. En la vida real la señora había estudiado técnicas de interrogatorio y disuasión  en la Gestapo o en algún sitio parecido; era muy persuasiva y chantajista, pequeña y con ojos de perro pachón, tenía un brío envidiable. Nosotros la sobornábamos con naranjas que el padre de Fran traía por sacos y como tampoco éramos los típicos estudiantes escandalosos nos tenía aprecio.

El caso es que una de mis rutinas diarias en el sueño era llevar un café con leche todos los días en un sobre al Zurdo, que vivía en un sitio cercano, ya más parecido a la Glorieta de Bilbao (MA) y aledaños. Se lo dejaba en una enorme ranura de buzón de una puerta señorial, en una casa que ocupaba cerca de una manzana de pisos. En mi sueño, al menos, Fernando había logrado nuestro anhelo de casa solariega, pero en pleno Madrid. Uno de los días entré en la vivienda, que entonces tenía ajardinado acceso, porque me avisó por Facebook y me presentó a dos señores que no conocía, uno arqueólogo o algo parecido y otro supongo que sería su zenmaister, aunque después no se corresponde con las fotos de él que conozco. Fernando aparecía como Homer en el recordatorio de los Cuentos de Terror de la Casa del Árbol al Cuervo de Alan Poe. Bata suntuosa roja, cabello blanco y liso, gafas oscuras, afeitado —como la primera vez que nos vimos en la puerta del Látex—. Las paredes eran librerías, y en un pequeño comedor entre los anaqueles rebosantes de volúmenes vetustos, había una mesa camilla —aun habiendo chimenea de esas como uno mismo de altas—, un sofá y una tele gigantesca, aunque de las antiguas, no de las planas. Hacíamos planes para ir a comer cochinillo, pero como rémora del pasado alegaba yo que ese fin de semana iba a mi pueblo. Al final, trocando varios asuntos —uno recuerdo que era de los misterios de unas catedrales ¿?— quedamos en que después de salir de clase yo el viernes —que venía a ser en el sueño, como a los dos días— íbamos a comer cochinillo, y después iríamos a tocar café y churros al sitio que fuimos la otra vez —intuyo que una mezcla de Café Comercial y otros lugares del Barrio de las Maravillas—.

Es entonces justo ahí cuando suena el despertador. Cojo el teléfono para apagarlo y aún  con los ojos pegados, como es habitual en mí, miro las notificaciones que en silencio han ido llegando durante el sueño. Tenía un aviso de twitter, que no suelo yo usar. Era una mención de la simpar Jimina Sabadú (a la que profeso una fe inaudita —en mí— y un amor casi desmesurado) que me instaba a escuchar al Zurdo por la radio.


En un primer momento, he de confesar, algo chirrió en mis neuronas aun aletargadas cuando combiné en mi mente Fernando Márquez y M21, la radio de Carmena
De esa casualidad ha nacido este post, pues lo más seguro es que sin la conversación posterior con Jimi y con Patricia Godes, a la que aseguré que contaría esto por escrito cuando tuviera 10 minutos, no estarían ustedes leyendo esto. Escuché el programa y oí a un Fernando ronco, pero inasequible al desaliento en el bullir de ideas, en sus restropecters y en su afán de conectar asuntos varios —a veces pienso que tiene en esa cosmogonía tan particular una TEORÍA DEL TODO—.



Esos diez minutos han llegado pasados seis días, pero hasta esta tarde otoñal de Mayo tardío no he encontrado el momento para ponerlo todo en claro.


Es curioso como la vida y los sueños se retroalimentan, y cada día me resulta más difícil creer —qué gran debate interno, por el Gran Cthulhu, con mi yo dominante más racional— que los episodios oníricos no tengan algún cometido más allá del reciclaje de recuerdos. No digo que sea nada ikeriano, mas al menos siempre han sido fuente de escritura y conversación —que no es moco de pavo— y de ciertos misterios que dejo para otro día.

domingo, 22 de abril de 2018



La vuelta a los domingos prusianos es cada vez más espaciada, recurriendo más a los domingos rojos o stajanovistas por imperativo legal y laboral.

No sé quién inventó el término del encabezamiento —eso de las zonas de confort—. En otras horas, habría ido a la Wikipedia a mirar al fenómeno que había tenido la ocurrencia, pero bueno, ya es un concepto utilizado en anuncios de cerveza, por lo tanto ha descendido ya a los miasmas de la pirámide de las ideas. Creo que todo esto vendrá a colación de un sueño que he tenido esta noche. Llevo unos días de vorágine onírica que repercuten muy mucho en mi vida vigil. Les cuento.
Iba a ver una película en un cine muy grande y muy antiguo. Como casi siempre en mis sueños, todo era ruinoso, suntuoso pero venido a menos, como de antesala del Apocalipsis. La película trataba de un niño y su padre. El niño conocía muy poco de su pasado. En un momento dado su abuelo aparece. O lo que queda de él. Es una cabeza con un muñón carnoso por detrás. Aún así iba en silla de ruedas que activaba por un mecanismo que ahora se me antoja imposible, aunque también en el sueño. En un momento yo pasaba a ser el niño y sentir como él. Pensaba que en el hombre gusano de Freaks, y que si yo fuese él no me gustaría seguir viviendo. El sueño avanzaba y se vivía en un estado policial o algo parecido. Mataban a gente por las calles y había que huir de un sitio para otro. Casi nos alcanzan unos mafiosos estilo años 30 en una escalera que bajaba por un callejón muy estrecho. Nos vieron y se pusieron a perseguirnos. Corrimos por muchos sitios, viendo a mi abuelo el de la cabeza montado en una moto con un cuerpo prestado y nos indicó que nos metiéramos debajo de un paso que procesionaba por aquellas plazas mitad vetustas, mitad futuristas. Eran de esos tronos que se llevan al hombro y allí nos hicimos hueco… Poco después pasamos por una iglesia y se atravesaba como un pasadizo, no sé muy bien por qué, pero mi padre conocía una huida. Tras una puerta, unos peldaños y una habitación llena de tresillos y cojines. Nos echamos y había otro niño allí escondido. El niño nos ayudó a taparnos con los cojines para que no nos pudiesen encontrar.  Llegó la policía, y en aquel momento pasé a ser el niño que nos escondió al que buscaban por haber desaparecido. Mi anterior yo, mi padre —que no era mi padre real—, mi abuelo el que solo era cabeza y prolongación habían sido inventos de mi mente. Salí de la película. Sentí bastante desolación al pensar que todo eran extraños mecanismos mentales de autoengaño. Salimos del cine. Los otros parecían no haber sentido la película como yo. Recorrimos las calles desiertas y llegamos a un local bastante moderno, donde en una terraza empezaron a servirnos bebidas y tapas. Yo charlaba asustado por la extraña conexión con el protagonista de la peli, pero bastante animado charlaba. Nos sirvieron suchi enano y sushi gigante. Eran miniaturas de makis, y gigantescos rollos de atún en unas bandejas. Las cocacolas eran de lata, pero el vino lo servían en unas copas muy finas de cristal, de esas que se rompen con mirarlas. Entonces como en una regresión a un estado posterior me veía con una lata de Coca Cola, pero del tañamo de un bote grande de tomate triturado. Había unas estancias en una especie de centro comercial. Me vi a mi mismo en el cine casi vacío, viendo la extraña película solo. Después en una habitación como de oficina de rascacielos, me observé a través de la pared de cristal tomando otra Coca-Cola King size en una terraza parecida a la anterior, pero estaba solo, en las mesas únicamente se veían servilletas de papel sucias y arrugadas y yo tecleaba una pantalla palpando viendas japonesas. Fui consciente de que todo, absolutamente todo era mentira. Pensé que era un recurso muy trillado, pues ya no sabía si vivía en una película o en la realidad. Sentí entonces que estaba absolutamente solo y vi como se difuminaban en mis recuerdos las risas, los abrazos y las charlas. Solo quedaba el niño asustado que se escondía en un sofá.

Y entonces me desperté y eran las 8 de la mañana de un domingo que se tornaría bastante duro, aunque el alivio de sentirme real no fue moco de pavo.


Los que se refieren a la zona de confort como refugios seguros donde todo es inmutable supongo que no han estado jamás enfermos. Esa zona de confort para mí, durante mucho tiempo ha sido una cama de clavos de faquir, que si te movía mucho te pinchabas, y lo único que ponías entre las afiladas puntas de metal y la carne eran unas películas, unos libros y unas cuantas maniobras de evasión. A eso es a lo que invitan a renunciar los anuncios de cerveza y los tontos del haba. Cuando se está encerrado en cámaras de tortura de confort es lo que pasa. Después mejoras, y ves que te puedes levantar de los pinchos, pero los agujeritos en la piel están abiertos y derraman sangre, lágrimas y bilis negra, durante mucho tiempo después. El mundo es un lugar tan hostil. En lo que los mamarrachos llaman tu zona de confort porque es más divertido perder que intentarlo, has sufrido de lo lindo y te has sometido a ti mismo a las más refinadas tendencias en torturas chinas, masoquismo de libro y has destrozado tu vida durante lustros. Aún así no quieres salir porque el mundo, como digo, es un lugar hostil. El infierno son los otros, pero el demonio eres tú. Pero la gente es peor que Satanás, y solo encuentras alivio en las personas, en aquellos a los que te une una afinidad, sea cual sea. A la larga —yo me di cuenta la semana pasada con casi 42 años— sabes bien que no serás jamás amado por tu totalidad. Yo amo a pocas personas de forma tan compacta, la verdad. Nunca llegará alguien a consolarte tanto como para no caer en esas sombras del autoengaño, del mecanismo de defensa de desdoblarte. Llegar a mí, llegar al meollo de cualquiera no es fácil. En lo somero todos somos una caricatura de nosotros, porque nuestro abisal fuero interno siempre guardamos cosas, o si las exponemos son ignoradas sistemáticamente por ser algo incómodo, incluso en las personas de mejor corazón, incluso en los que te miran con unos ojos mucho más amables que los tuyos propios.

Ahora, el domingo al mediodía, en una etapa de mi vida que no deja de ser una salida completa de eso que llaman la zona de confort —la lucha continua de la mente contra ese autoengaño y la pelea de mi cuerpo contra la comida—, y siento que aunque parezca desagradable, el darse cuenta de ciertas cosas es reparador. Nadie leerá mis cosas jamás como yo quiero que las lean, como parte de un todo. El todo de las cosas que plasmo. Solo soy un retazo en la vida de los que me conocen, nadie se preocupa por conocer más, y es porque quizá lo que les ofrezco en doloroso, es demasiado real o es porque al final soy un espejo donde se reflejan las miserias de los demás.

No sé. Seguiré pensando en ello. Espero que hoy ya no más.
Dicho lo cual pueden preguntar lo que quieran, si es que quieren saber. Por mensaje directo, eso sí.



PD: No corrijo ahora. Si hay faltas, cosas que no coordinan o lagunas, ya lo miraré si eso.
Pero espero que hoy ya no más.