domingo, 22 de abril de 2018



La vuelta a los domingos prusianos es cada vez más espaciada, recurriendo más a los domingos rojos o stajanovistas por imperativo legal y laboral.

No sé quién inventó el término del encabezamiento —eso de las zonas de confort—. En otras horas, habría ido a la Wikipedia a mirar al fenómeno que había tenido la ocurrencia, pero bueno, ya es un concepto utilizado en anuncios de cerveza, por lo tanto ha descendido ya a los miasmas de la pirámide de las ideas. Creo que todo esto vendrá a colación de un sueño que he tenido esta noche. Llevo unos días de vorágine onírica que repercuten muy mucho en mi vida vigil. Les cuento.
Iba a ver una película en un cine muy grande y muy antiguo. Como casi siempre en mis sueños, todo era ruinoso, suntuoso pero venido a menos, como de antesala del Apocalipsis. La película trataba de un niño y su padre. El niño conocía muy poco de su pasado. En un momento dado su abuelo aparece. O lo que queda de él. Es una cabeza con un muñón carnoso por detrás. Aún así iba en silla de ruedas que activaba por un mecanismo que ahora se me antoja imposible, aunque también en el sueño. En un momento yo pasaba a ser el niño y sentir como él. Pensaba que en el hombre gusano de Freaks, y que si yo fuese él no me gustaría seguir viviendo. El sueño avanzaba y se vivía en un estado policial o algo parecido. Mataban a gente por las calles y había que huir de un sitio para otro. Casi nos alcanzan unos mafiosos estilo años 30 en una escalera que bajaba por un callejón muy estrecho. Nos vieron y se pusieron a perseguirnos. Corrimos por muchos sitios, viendo a mi abuelo el de la cabeza montado en una moto con un cuerpo prestado y nos indicó que nos metiéramos debajo de un paso que procesionaba por aquellas plazas mitad vetustas, mitad futuristas. Eran de esos tronos que se llevan al hombro y allí nos hicimos hueco… Poco después pasamos por una iglesia y se atravesaba como un pasadizo, no sé muy bien por qué, pero mi padre conocía una huida. Tras una puerta, unos peldaños y una habitación llena de tresillos y cojines. Nos echamos y había otro niño allí escondido. El niño nos ayudó a taparnos con los cojines para que no nos pudiesen encontrar.  Llegó la policía, y en aquel momento pasé a ser el niño que nos escondió al que buscaban por haber desaparecido. Mi anterior yo, mi padre —que no era mi padre real—, mi abuelo el que solo era cabeza y prolongación habían sido inventos de mi mente. Salí de la película. Sentí bastante desolación al pensar que todo eran extraños mecanismos mentales de autoengaño. Salimos del cine. Los otros parecían no haber sentido la película como yo. Recorrimos las calles desiertas y llegamos a un local bastante moderno, donde en una terraza empezaron a servirnos bebidas y tapas. Yo charlaba asustado por la extraña conexión con el protagonista de la peli, pero bastante animado charlaba. Nos sirvieron suchi enano y sushi gigante. Eran miniaturas de makis, y gigantescos rollos de atún en unas bandejas. Las cocacolas eran de lata, pero el vino lo servían en unas copas muy finas de cristal, de esas que se rompen con mirarlas. Entonces como en una regresión a un estado posterior me veía con una lata de Coca Cola, pero del tañamo de un bote grande de tomate triturado. Había unas estancias en una especie de centro comercial. Me vi a mi mismo en el cine casi vacío, viendo la extraña película solo. Después en una habitación como de oficina de rascacielos, me observé a través de la pared de cristal tomando otra Coca-Cola King size en una terraza parecida a la anterior, pero estaba solo, en las mesas únicamente se veían servilletas de papel sucias y arrugadas y yo tecleaba una pantalla palpando viendas japonesas. Fui consciente de que todo, absolutamente todo era mentira. Pensé que era un recurso muy trillado, pues ya no sabía si vivía en una película o en la realidad. Sentí entonces que estaba absolutamente solo y vi como se difuminaban en mis recuerdos las risas, los abrazos y las charlas. Solo quedaba el niño asustado que se escondía en un sofá.

Y entonces me desperté y eran las 8 de la mañana de un domingo que se tornaría bastante duro, aunque el alivio de sentirme real no fue moco de pavo.


Los que se refieren a la zona de confort como refugios seguros donde todo es inmutable supongo que no han estado jamás enfermos. Esa zona de confort para mí, durante mucho tiempo ha sido una cama de clavos de faquir, que si te movía mucho te pinchabas, y lo único que ponías entre las afiladas puntas de metal y la carne eran unas películas, unos libros y unas cuantas maniobras de evasión. A eso es a lo que invitan a renunciar los anuncios de cerveza y los tontos del haba. Cuando se está encerrado en cámaras de tortura de confort es lo que pasa. Después mejoras, y ves que te puedes levantar de los pinchos, pero los agujeritos en la piel están abiertos y derraman sangre, lágrimas y bilis negra, durante mucho tiempo después. El mundo es un lugar tan hostil. En lo que los mamarrachos llaman tu zona de confort porque es más divertido perder que intentarlo, has sufrido de lo lindo y te has sometido a ti mismo a las más refinadas tendencias en torturas chinas, masoquismo de libro y has destrozado tu vida durante lustros. Aún así no quieres salir porque el mundo, como digo, es un lugar hostil. El infierno son los otros, pero el demonio eres tú. Pero la gente es peor que Satanás, y solo encuentras alivio en las personas, en aquellos a los que te une una afinidad, sea cual sea. A la larga —yo me di cuenta la semana pasada con casi 42 años— sabes bien que no serás jamás amado por tu totalidad. Yo amo a pocas personas de forma tan compacta, la verdad. Nunca llegará alguien a consolarte tanto como para no caer en esas sombras del autoengaño, del mecanismo de defensa de desdoblarte. Llegar a mí, llegar al meollo de cualquiera no es fácil. En lo somero todos somos una caricatura de nosotros, porque nuestro abisal fuero interno siempre guardamos cosas, o si las exponemos son ignoradas sistemáticamente por ser algo incómodo, incluso en las personas de mejor corazón, incluso en los que te miran con unos ojos mucho más amables que los tuyos propios.

Ahora, el domingo al mediodía, en una etapa de mi vida que no deja de ser una salida completa de eso que llaman la zona de confort —la lucha continua de la mente contra ese autoengaño y la pelea de mi cuerpo contra la comida—, y siento que aunque parezca desagradable, el darse cuenta de ciertas cosas es reparador. Nadie leerá mis cosas jamás como yo quiero que las lean, como parte de un todo. El todo de las cosas que plasmo. Solo soy un retazo en la vida de los que me conocen, nadie se preocupa por conocer más, y es porque quizá lo que les ofrezco en doloroso, es demasiado real o es porque al final soy un espejo donde se reflejan las miserias de los demás.

No sé. Seguiré pensando en ello. Espero que hoy ya no más.
Dicho lo cual pueden preguntar lo que quieran, si es que quieren saber. Por mensaje directo, eso sí.



PD: No corrijo ahora. Si hay faltas, cosas que no coordinan o lagunas, ya lo miraré si eso.
Pero espero que hoy ya no más.


2 comentarios:

  1. Lo peor no es quien inventó lo de la 'zona de confort' sino al que se le ocurrió lo de 'sal de tu zona de confort' o 'out of the box'. Me gusta lo de domingos prusianos, aunque no sé muy bien en que consisten, ¿matarte a hacer running? Yo, por seguir el hilo Sissi, me decantaría por los bávaros, en el campo y entre cabras sin que nadie te toque las pelotas :-)

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    1. Pues los domingos prusianos son eso, azules como el azul de Prusia, o sea, tristes. Es la terminología antigua de este blog.
      También prusianos por mi avatar, que es robado a Otto von Bismark, jejeje.

      Lo de salir de tu zona de confort es para gente que se aburre muchísimo con la tranquilidad, y no se dan cuenta que su zona de confort es el mundo entero menos su casa.

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