La vuelta a los domingos prusianos es cada vez más
espaciada, recurriendo más a los domingos rojos o stajanovistas por imperativo
legal y laboral.
No sé quién inventó el término del encabezamiento —eso de las zonas de confort—. En otras
horas, habría ido a la Wikipedia a mirar al fenómeno que había tenido la ocurrencia,
pero bueno, ya es un concepto utilizado en anuncios de cerveza, por lo tanto ha
descendido ya a los miasmas de la pirámide de las ideas. Creo que todo esto
vendrá a colación de un sueño que he tenido esta noche. Llevo unos días de
vorágine onírica que repercuten muy mucho en mi vida vigil. Les cuento.
Iba a ver una película en un cine muy grande y muy antiguo.
Como casi siempre en mis sueños, todo era ruinoso, suntuoso pero venido a
menos, como de antesala del Apocalipsis. La película trataba de un niño y su
padre. El niño conocía muy poco de su pasado. En un momento dado su abuelo
aparece. O lo que queda de él. Es una cabeza con un muñón carnoso por detrás.
Aún así iba en silla de ruedas que activaba por un mecanismo que ahora se me
antoja imposible, aunque también en el sueño. En un momento yo pasaba a ser el
niño y sentir como él. Pensaba que en el hombre gusano de Freaks, y que si yo
fuese él no me gustaría seguir viviendo. El sueño avanzaba y se vivía en un
estado policial o algo parecido. Mataban a gente por las calles y había que huir
de un sitio para otro. Casi nos alcanzan unos mafiosos estilo años 30 en una
escalera que bajaba por un callejón muy estrecho. Nos vieron y se pusieron a
perseguirnos. Corrimos por muchos sitios, viendo a mi abuelo el de la cabeza
montado en una moto con un cuerpo prestado y nos indicó que nos metiéramos
debajo de un paso que procesionaba por aquellas plazas mitad vetustas, mitad
futuristas. Eran de esos tronos que se llevan al hombro y allí nos hicimos
hueco… Poco después pasamos por una iglesia y se atravesaba como un pasadizo,
no sé muy bien por qué, pero mi padre conocía una huida. Tras una puerta, unos
peldaños y una habitación llena de tresillos y cojines. Nos echamos y había
otro niño allí escondido. El niño nos ayudó a taparnos con los cojines para que
no nos pudiesen encontrar. Llegó la
policía, y en aquel momento pasé a ser el niño que nos escondió al que buscaban
por haber desaparecido. Mi anterior yo, mi padre —que no era mi padre real—, mi
abuelo el que solo era cabeza y prolongación habían sido inventos de mi mente.
Salí de la película. Sentí bastante desolación al pensar que todo eran extraños
mecanismos mentales de autoengaño. Salimos del cine. Los otros parecían no
haber sentido la película como yo. Recorrimos las calles desiertas y llegamos a
un local bastante moderno, donde en una terraza empezaron a servirnos bebidas y
tapas. Yo charlaba asustado por la extraña conexión con el protagonista de la
peli, pero bastante animado charlaba. Nos sirvieron suchi enano y sushi
gigante. Eran miniaturas de makis, y gigantescos rollos de atún en unas
bandejas. Las cocacolas eran de lata, pero el vino lo servían en unas copas muy
finas de cristal, de esas que se rompen con mirarlas. Entonces como en una
regresión a un estado posterior me veía con una lata de Coca Cola, pero del
tañamo de un bote grande de tomate triturado. Había unas estancias en una
especie de centro comercial. Me vi a mi mismo en el cine casi vacío, viendo la
extraña película solo. Después en una habitación como de oficina de
rascacielos, me observé a través de la pared de cristal tomando otra Coca-Cola King
size en una terraza parecida a la anterior, pero estaba solo, en las mesas únicamente
se veían servilletas de papel sucias y arrugadas y yo tecleaba una pantalla
palpando viendas japonesas. Fui consciente de que todo, absolutamente todo era
mentira. Pensé que era un recurso muy trillado, pues ya no sabía si vivía en
una película o en la realidad. Sentí entonces que estaba absolutamente solo y
vi como se difuminaban en mis recuerdos las risas, los abrazos y las charlas.
Solo quedaba el niño asustado que se escondía en un sofá.
Y entonces me desperté y eran las 8 de la mañana de un
domingo que se tornaría bastante duro, aunque el alivio de sentirme real no fue
moco de pavo.
Los que se refieren a la zona de confort como refugios
seguros donde todo es inmutable supongo que no han estado jamás enfermos. Esa
zona de confort para mí, durante mucho tiempo ha sido una cama de clavos de faquir,
que si te movía mucho te pinchabas, y lo único que ponías entre las afiladas
puntas de metal y la carne eran unas películas, unos libros y unas cuantas
maniobras de evasión. A eso es a lo que invitan a renunciar los anuncios de
cerveza y los tontos del haba. Cuando se está encerrado en cámaras de tortura
de confort es lo que pasa. Después mejoras, y ves que te puedes levantar de los
pinchos, pero los agujeritos en la piel están abiertos y derraman sangre,
lágrimas y bilis negra, durante mucho tiempo después. El mundo es un lugar tan
hostil. En lo que los mamarrachos llaman tu zona de confort porque es más
divertido perder que intentarlo, has sufrido de lo lindo y te has sometido a ti
mismo a las más refinadas tendencias en torturas chinas, masoquismo de libro y
has destrozado tu vida durante lustros. Aún así no quieres salir porque el
mundo, como digo, es un lugar hostil. El infierno son los otros, pero el
demonio eres tú. Pero la gente es peor que Satanás, y solo encuentras alivio en
las personas, en aquellos a los que te une una afinidad, sea cual sea. A la
larga —yo me di cuenta la semana pasada con casi 42 años— sabes bien que no
serás jamás amado por tu totalidad. Yo amo a pocas personas de forma tan
compacta, la verdad. Nunca llegará alguien a consolarte tanto como para no caer
en esas sombras del autoengaño, del mecanismo de defensa de desdoblarte. Llegar
a mí, llegar al meollo de cualquiera no es fácil. En lo somero todos somos una
caricatura de nosotros, porque nuestro abisal fuero interno siempre guardamos
cosas, o si las exponemos son ignoradas sistemáticamente por ser algo incómodo,
incluso en las personas de mejor corazón, incluso en los que te miran con unos
ojos mucho más amables que los tuyos propios.
Ahora, el domingo al mediodía, en una etapa de mi vida que no deja de ser una
salida completa de eso que llaman la zona de confort —la lucha continua de la
mente contra ese autoengaño y la pelea de mi cuerpo contra la comida—, y siento
que aunque parezca desagradable, el darse cuenta de ciertas cosas es reparador.
Nadie leerá mis cosas jamás como yo quiero que las lean, como parte de un todo.
El todo de las cosas que plasmo. Solo soy un retazo en la vida de los que me
conocen, nadie se preocupa por conocer más, y es porque quizá lo que les
ofrezco en doloroso, es demasiado real o es porque al final soy un espejo donde
se reflejan las miserias de los demás.
No sé. Seguiré pensando en ello. Espero que hoy ya no más.
Dicho lo cual pueden preguntar lo que quieran, si es que quieren saber. Por mensaje directo, eso sí.
PD: No corrijo ahora. Si hay faltas, cosas que no coordinan
o lagunas, ya lo miraré si eso.
Pero espero que hoy ya no más.
Lo peor no es quien inventó lo de la 'zona de confort' sino al que se le ocurrió lo de 'sal de tu zona de confort' o 'out of the box'. Me gusta lo de domingos prusianos, aunque no sé muy bien en que consisten, ¿matarte a hacer running? Yo, por seguir el hilo Sissi, me decantaría por los bávaros, en el campo y entre cabras sin que nadie te toque las pelotas :-)
ResponderEliminarPues los domingos prusianos son eso, azules como el azul de Prusia, o sea, tristes. Es la terminología antigua de este blog.
EliminarTambién prusianos por mi avatar, que es robado a Otto von Bismark, jejeje.
Lo de salir de tu zona de confort es para gente que se aburre muchísimo con la tranquilidad, y no se dan cuenta que su zona de confort es el mundo entero menos su casa.