Mostrando entradas con la etiqueta porosidad. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta porosidad. Mostrar todas las entradas

jueves, 6 de julio de 2023

Monotemas, corrientes y conciencia: ¡Vaya verano!

 





Desde que el mundo es mundo… bueno… desde que las redes sociales son redes sociales hay una cosa que me ha espeluznado sobre todas las cosas. El monotema. El lenguaje monotemático, martilleante, casi siempre fugaz y sobre todo pesado es un signo de los tiempos. Diría incluso de todos los tiempos, pero claro, con la interconexión total en la que chapoteamos como en un charco de y meada de vaca con aceite de motor quemado y negro de colofón cual jugadores de waterpolo puestos pues es aún peor. Cuando el hablar tol rato de lo mismo se vuelve irrespirable es cuando los que lo hacen suelen considerarse superiores que los demás. Ya sea por clase, por conocimientos o por moralidad. Recuerdo cuando la moralidad era cosa de meapilas, de la mujer del reverendo Lovejoy exclamando entre el tumulto: ¿pero es que nadie va a pensar en los niños? En la actualidad los niños son los demás, parece ser. Antes eran el infierno, ahora los peques de las redes. La puerilidad con la que se tratan todos los temas invita a pensar que es así. Cuando no existen sino los extremos dramáticos, los colores chillones, las regañinas, las burlas infantiles y la simplificación reduccionista. No hay apenas grises ni capas de contexto, sólo malos y buenos, nosotros y ellos. Un pensamiento que duda es por sistema un pensamiento del otro lado del espectro.



Me me vaya a enterar yo de que no votas.


En la realidad, sin embargo, todo es más complejo. Los hechos y las personas son más complicados que ese esquema que escapa a los pensamientos únicos. Muchas veces no tenemos fuerza o convicción para seguir la corriente, y preferimos quedarnos en la orilla fatigados y sucios bajo las inclemencias. Algunas otras la corriente que “deberíamos” seguir es tan tumultuosa o tan falaz que nos anclamos en medio del río. Y por lo mismo que antes, por debilidad, por falta de iniciativa… o porque queremos quedarnos ahí, que también podría ser.  Yo personalmente prefiero las llanuras de inundación o las islas poco transitadas. En el reduccionismo a ultranza suele ocurrir que ves enemigos en todas partes, como un paranoico. Los que no proceden según tus valores o tu moral son tan tontos que no te son indiferentes, son tus enemigos, te hacen algo. Yo aquí entono el mea culpa, pero a un nivel meramente estético. Me chirrían algunos comportamientos. La uniformidad me da miedo. Quiero decir, muchos diciendo lo mismo a la vez es un erial de la perspicacia y de la composición. El 99,99 % del resto de las personas nos debería dar igual. En realidad, de verdad de la buena, en el fondo, nos la sopla, y es así de una forma meridiana. Otra cosa es esa imperiosa necesidad de demostrar que somos buenas personas. Bueno, es una fantasía como cualquier otra. Verdaderamente queremos ser bondadosos con quienes nuestras supuestas herramientas morales nos dictan, aunque muchas veces eso provoca cortocircuitos en lo que viene siendo la coherencia, que tampoco es un valor muy en alza a la fecha de los corrientes. A los otros que les vayan dando mucho por saco entre otras cosas porque no se merecen mi consideración más distinguida. El tema moral, o directamente la moralina, dependiendo de las herramientas del paisanaje, determina quién merece esa ayuda —o esa lástima— y si los demás no son sensibles al mismo asunto, pues son unos malvados. De nuevo el reduccionismo. No voy a poner ejemplos; que cada cual busque los suyos, pero yo digo, como autoafirmación, siendo un despojo, un mamarracho, un tuercebotas… un mameluco: basta. Yo me planto. De hecho, ya me planté. Solamente creo que debo explicaciones a mí mismo. Los demás juzgan… que juzguen. Todos juzgamos en nuestra mente los procederes de los demás, no lo niego ni un instante, pero vivimos en una sociedad y cada cual que hago lo que quiera. Bueno, es mejor decir que cada uno haga lo que buenamente pueda. La vida es bastante mala como para permitirnos a todos hacer lo que nos dé la gana. Existen factores limitantes dentro y fuera, legislativos, de talentos, de destrezas, de la propia naturaleza y de nuestra propia conciencia. Hacemos lo que podemos, que es bastante. Pero dentro de esto sí que debería utilizar esta palabreja aquí. Sean más empáticos* con sus semejantes, si quieren hacer ese esfuerzo. No es obligatorio, no es ni siquiera necesario para querer a las personas, pero por favor… no les deis la turra a lo demás con superioridades morales de baratillo. No tengáis la impostura narcisista de decir: «yo sé lo que tienes que hacer». Para empezar no tienes ni idea la mayoría de veces ni de lo que tienes que hacer tú, y para acabar porque a lo mejor no te han preguntado.



SOY EL MEGOR Y TU NO


*Hay un oxímoron en esos de que hay que crear sociedades empáticas o corrientes empáticas… La empatía es una capacidad totalmente personal, individual, y por lo tanto no compartible con los demás. Ponerse en el lugar del otro —un lugar común para explicarla— es imposible de una forma general. Es lo que tiene ser un tiquismiquis con los términos.

sábado, 1 de octubre de 2016

Porosidad

El vacío. Ayer por la noche pensaba en ello —lo noté—, y como podía articularlo en escrito.




No, no me refiero a ese vacío interestelar, donde el ruido no se transmite, y los átomos son tan escasos y lejanos entre sí que no hay nada. La nada, fría, enorme, ocupa casi todo. Bueno, está eso que se llama materia oscura, que no sabemos lo qué es. Y yo menos, claro. Pero es lo mismo ahora.

En el lejano verano del 2003, entre sudores, música clásica y estudio en mi casa del campo, me dediqué a rellenar unos cuadernos ya amarilleados con tinta china. Era una especie de diario, pero había también dibujos —una radio, un actimel, un reloj, un tintero de indian ink y otros cacharros que me rodeaban— y por primera vez en mi vida escribí poemas. Uno de ellos se llamaba Porosidad, y es el germen de esta entrada. Les pongo en antecedentes. Yo ese verano estudiaba Hidrogeología y Matemáticas para los sempiternos exámenes de Septiembre, y fue un verano lleno de fórmulas y letras con subíndices de variado pelaje. La porosidad, si no lo recuerdo mal, era el volumen de vacíos entre el volumen total. Y esto se multiplica por 100, para que este en tanto por ciento. Pero había una salvedad, lo que se llamaba porosidad específica. La diferencia era muy importante, porque se distinguía entre los poros interconectados y los que no. A lo mejor todo esto le suena a chino. Les cuento. No es lo mismo una piedra pómez que cualquier porción de suelo que cojamos. La pumita flota en el agua. Una piedra que flota en el agua es para un niño —o para un adulto curioso— casi magia. Tiene una porosidad específica nual. Si metemos un trozo de suelo en el agua, al estar los poros interconectados se empapará, y antes de deshacerse, se hundirá inevitablemente, es cuestión de densidades. En la roca volcánica, como esos vacíos está presos entre el material son compartimentos estancos y por eso hacen que la densidad de la roca sea menor que 1 y flota como un balandro. Cuento este rollo para hacer una de esas analogías que si no son ciertas, a mí al menos me sirven para explicar un poco más lo que me ocurre, lo que nos ocurre. En realidad, nada está vacío, porque para eso existen unos gases que forman la atmósfera, esa capa que nos rodea y hace que estemos vivos. Todo es otra metáfora facilona (aunque el aparataje matemático de esta sea más elaborado que un plato de Ferrán Adriá).

Sentirse vacío es una sensación extraña y trágica. La mente, porosa y turgente a la vez, se vacía, y es como si un cuchillo nos atravesase las entrañas. Nos mareamos, lloramos, temblamos. Nada nos apega a nuestro receptáculo corporal de carne y hueso. Pero son momentos muy puntuales, en la mayoría de ocasiones. Gradualmente, si seguimos un proceso normal de instinto de supervivencia y apego a la vida, vamos llenando esos vacíos, con intereses, con anhelos y deseos, con perspectivas de futuro, con pequeñas alegrías y pequeños autoengaños, con lecturas, con cualquier cosa. La porosidad mental es tan agradable a veces, porque como si funcionáramos como un acuífero, podemos compartir nuestros vacíos rellenos con los vacíos rellenos, o no, de otras mentes. De ahí surge la empatía, la amistad, la complementariedad entre nosotros. Llenamos y nos llenan, y de ahí puede surgir la más infinita de las felicidades. Una de las partes divertidas de este intercambio es que existe una membrana mental que nos permite elegir con quien compartir nuestros veneros de amor, de risas, de ese tú a tú del intelecto. O sea, podíamos obviar a los gilipollas. Siempre hay gente tóxica que emponzoñará nuestros intercambios de vacíos rellenos, pero hay que hacer un esfuerzo para evitarlas y regenerar nuestros rellenos.

Pero… siempre hay un pero… ¿Y qué pasa con esas vacuolas sin interconexión en nuestra mente? Es fácil distorsionar los parámetros. Esa porosidad específica cero en nosotros es el vacío absoluto. Esa falta de todo, todos lo hemos sentido alguna vez, pero es en la enfermedad donde encuentra su nicho. Como hongos tras una copiosa lluvia de octubre, esa impermeabilidad crece y crece; nos hace aislarnos. Sería un error decir que no existe. Los que estamos un poco tocados sabemos lo que es que menosprecien o que minimicen nuestra dolencia, porque la mente hace suyo ese vacío tan enorme. Asimilamos nuestra enfermedad, nuestro vacío con nuestra propia existencia. Anoche sentí ese vacío durante unos momentos muy fugaces, y por eso escribo ahora todo este rollo. Pero enseguida lo minimicé con la idea de rellenar estos párrafos. Un verano, por cuestiones que no vienen al caso, me encontré tan vacío, tan vacío, que casi salto al ídem. No tenía los mecanismos de ahora, y a decir verdad mi vida no era tan fácil como la de ahora. En estos momentos, viejo, gordo, enfermo, blanquecino, casi alopécico, escéptico, soy más sabio. Sé que los esos espacios eternos entre estrellas pueden estar también en nosotros, pero no es más que una percepción, y muchas veces las percepciones que tenemos están tan hondamente distorsionadas por nosotros mismos que si no nos tomamos en serio mucho mejor. La gente que se toma muy en serio a sí misma corre el riesgo de cegarse con facilidad. Lo sé. He estado allí. No es que me haya tomado muy en serio nunca, pero mi sentido trágico de la vida puede fingir ese dispositivo.

Y es hoy, más que nunca, viviendo casi en soledad (elegida), mis vacíos son muy evidentes para mí, pero uno no siempre tiene que estar lleno, porque nos debemos adaptar a lo que hay. O elegimos con qué llenar esos vacíos, renunciando a otros contenidos, pero todo es tan cambiante y a la vez tan constante, en esta vida, que es un equilibrio entre Parménides y Heráclito; entre la inmutalidad del presente de uno y el cambio constante de otro. Esta vez, y sin que sirva de precedente le haré caso a Aristóteles y diré que en el término medio está la virtud. Aunque habiendo vicio ¿quién quiere ser virtuoso? 
Quizás yo en muchos momentos, en mi vida de cartujo impresor, con interludios más casquivanos. Mucho más divertidos y llenadores de vacíos, por cierto.



A lo mejor no soy tan sabio, y más pragmático de lo que me creo.