El vacío. Ayer por la noche pensaba en ello —lo noté—, y
como podía articularlo en escrito.
No, no me refiero a ese vacío interestelar, donde el ruido
no se transmite, y los átomos son tan escasos y lejanos entre sí que no hay nada.
La nada, fría, enorme, ocupa casi todo. Bueno, está eso que se llama materia
oscura, que no sabemos lo qué es. Y yo menos, claro. Pero es lo mismo ahora.
En el lejano verano del 2003, entre sudores, música clásica y estudio en mi
casa del campo, me dediqué a rellenar unos cuadernos ya amarilleados con tinta
china. Era una especie de diario, pero había también dibujos —una radio, un
actimel, un reloj, un tintero de indian ink y otros cacharros que me rodeaban—
y por primera vez en mi vida escribí poemas. Uno de ellos se llamaba Porosidad,
y es el germen de esta entrada. Les pongo en antecedentes. Yo ese verano
estudiaba Hidrogeología y Matemáticas para los sempiternos exámenes de
Septiembre, y fue un verano lleno de fórmulas y letras con subíndices de
variado pelaje. La porosidad, si no lo recuerdo mal, era el volumen de vacíos
entre el volumen total. Y esto se multiplica por 100, para que este en tanto
por ciento. Pero había una salvedad, lo que se llamaba porosidad específica. La
diferencia era muy importante, porque se distinguía entre los poros
interconectados y los que no. A lo mejor todo esto le suena a chino. Les
cuento. No es lo mismo una piedra pómez que cualquier porción de suelo que cojamos.
La pumita flota en el agua. Una piedra que flota en el agua es para un niño —o
para un adulto curioso— casi magia. Tiene una porosidad específica nual. Si
metemos un trozo de suelo en el agua, al estar los poros interconectados se
empapará, y antes de deshacerse, se hundirá inevitablemente, es cuestión de
densidades. En la roca volcánica, como esos vacíos está presos entre el
material son compartimentos estancos y por eso hacen que la densidad de la roca
sea menor que 1 y flota como un balandro. Cuento este rollo para hacer una de esas
analogías que si no son ciertas, a mí al menos me sirven para explicar un poco
más lo que me ocurre, lo que nos ocurre. En realidad, nada está vacío, porque
para eso existen unos gases que forman la atmósfera, esa capa que nos rodea y
hace que estemos vivos. Todo es otra metáfora facilona (aunque el aparataje
matemático de esta sea más elaborado que un plato de Ferrán Adriá).
Sentirse vacío es una sensación extraña y trágica. La mente,
porosa y turgente a la vez, se vacía, y es como si un cuchillo nos atravesase
las entrañas. Nos mareamos, lloramos, temblamos. Nada nos apega a nuestro
receptáculo corporal de carne y hueso. Pero son momentos muy puntuales, en la mayoría
de ocasiones. Gradualmente, si seguimos un proceso normal de instinto de
supervivencia y apego a la vida, vamos llenando esos vacíos, con intereses, con
anhelos y deseos, con perspectivas de futuro, con pequeñas alegrías y pequeños
autoengaños, con lecturas, con cualquier cosa. La porosidad mental es tan
agradable a veces, porque como si funcionáramos como un acuífero, podemos
compartir nuestros vacíos rellenos con los vacíos rellenos, o no, de otras
mentes. De ahí surge la empatía, la amistad, la complementariedad entre
nosotros. Llenamos y nos llenan, y de ahí puede surgir la más infinita de las
felicidades. Una de las partes divertidas de este intercambio es que existe una
membrana mental que nos permite elegir con quien compartir nuestros veneros de
amor, de risas, de ese tú a tú del intelecto. O sea, podíamos obviar a los
gilipollas. Siempre hay gente tóxica que emponzoñará nuestros intercambios de vacíos
rellenos, pero hay que hacer un esfuerzo para evitarlas y regenerar nuestros
rellenos.
Pero… siempre hay un pero… ¿Y qué pasa con esas vacuolas sin interconexión en nuestra mente? Es fácil distorsionar los parámetros. Esa porosidad específica cero en nosotros es el vacío absoluto. Esa falta de todo, todos lo hemos sentido alguna vez, pero es en la enfermedad donde encuentra su nicho. Como hongos tras una copiosa lluvia de octubre, esa impermeabilidad crece y crece; nos hace aislarnos. Sería un error decir que no existe. Los que estamos un poco tocados sabemos lo que es que menosprecien o que minimicen nuestra dolencia, porque la mente hace suyo ese vacío tan enorme. Asimilamos nuestra enfermedad, nuestro vacío con nuestra propia existencia. Anoche sentí ese vacío durante unos momentos muy fugaces, y por eso escribo ahora todo este rollo. Pero enseguida lo minimicé con la idea de rellenar estos párrafos. Un verano, por cuestiones que no vienen al caso, me encontré tan vacío, tan vacío, que casi salto al ídem. No tenía los mecanismos de ahora, y a decir verdad mi vida no era tan fácil como la de ahora. En estos momentos, viejo, gordo, enfermo, blanquecino, casi alopécico, escéptico, soy más sabio. Sé que los esos espacios eternos entre estrellas pueden estar también en nosotros, pero no es más que una percepción, y muchas veces las percepciones que tenemos están tan hondamente distorsionadas por nosotros mismos que si no nos tomamos en serio mucho mejor. La gente que se toma muy en serio a sí misma corre el riesgo de cegarse con facilidad. Lo sé. He estado allí. No es que me haya tomado muy en serio nunca, pero mi sentido trágico de la vida puede fingir ese dispositivo.
Y es hoy, más que nunca, viviendo casi en soledad (elegida), mis vacíos son muy evidentes para mí, pero uno no siempre tiene que estar lleno, porque nos debemos adaptar a lo que hay. O elegimos con qué llenar esos vacíos, renunciando a otros contenidos, pero todo es tan cambiante y a la vez tan constante, en esta vida, que es un equilibrio entre Parménides y Heráclito; entre la inmutalidad del presente de uno y el cambio constante de otro. Esta vez, y sin que sirva de precedente le haré caso a Aristóteles y diré que en el término medio está la virtud. Aunque habiendo vicio ¿quién quiere ser virtuoso?
Quizás yo en muchos momentos, en mi vida de cartujo impresor, con interludios
más casquivanos. Mucho más divertidos y llenadores de vacíos, por cierto.
A lo mejor no soy tan sabio, y más pragmático de lo que me
creo.
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