lunes, 23 de septiembre de 2019

Hoy ha entrado el otoño.



Hoy ha entrado el otoño. Veo en las cuentas de Instagram de gentes de otras latitudes que en realidad el otoño comenzó a llegar hace unas semanas y ya visten con jerséis. Nueva Inglaterra, Canadá, Escocia. Me dan profunda envidia. Hoy ha entrado el otoño. Pero yo ahora mismo estoy un poco acalorado porque he estado frota que te frota con nanas en una pieza de maquinaria obsoleta especialmente mugrosa y dejada. He tenido que poner orden. Con septiembre suele venir el empezar a utilizar los arcaicos utensilios de la tipografía. En verano han estado silente yo diría que todo el rato. Hoy ha entrado el otoño.
Es curioso como el verano que simboliza para muchos lo refrescante solo trae ya hedores de muerte y plástico derretido a mi mente. Bien sé que el temido veranillo del membrillo dejará esa fragancia algunos de los días por venir y que si todo es como se teme, el frío se resistirá un poco más en llegar, como cada año, retardando las lluvias si las hubiese. Eso es lo que más detesto del mundo en la actualidad, la demora del frío por estas tierras y el alongado estío del que lo poco cansa y lo mucho empalaga. Los niños del verano que solo ven las vacaciones y la molicie aún no saben a lo que se enfrentan en sus vidas adultas entre sudores y moscas de agosto. Tampoco puedo obviar que ha sido mi mejor mes de agosto en muchos años, aun no estando viviendo en mi casa. La causa es una mezcla de estoicismo, rutina y supongo que mejora de lo mío. Agosto como vestigio terminal del estudio, como soporífera vacación ya parece no tener cabida en mi mente, siendo solo ya el irritante calor y el trabajo a jornada partida lo que define el mes: era tan pesado antaño.
Hoy ha entrado el otoño. Pronto el olor a leña que conduce directamente a la Navidad embriagará el ambiente. Ojalá eso no deje el mundo hasta que me muera. Es de lo poco que me acerca ya a la tierra. Hoy ha entrado el otoño. Como unos cuantos antes en los ratos libres escribo para Línea de Sombra. Esto muy oxidado y este texto es mismamente un desentumecedor, el 3 en 1 de falanges, carpianos y metacarpianos, de neuronas chirriantes que apenas consiguen que las sinapsis lleven las nuevas del cerebro a los dedos oxidados. Hoy ha entrado el otoño.


Aún no sé el porqué de actualizar y mantener redes sociales cuando cada día más arisco pero más despreocupado me meto en mi agujero de hobbit aún sin algunas lámparas ni televisor. Supongo que necesito estar apegado de alguna forma a gente a la que estimo, pero que cada vez es más difusa en mi día a día por desidia contrastada. Voy perdiendo amigos y no porque hoy ha entrado el otoño y se caigan al suelo como hojas amarillas, sino por la pobreza de mis interacciones, la creencia profunda y real del no tener nada que decir en la mayoría de los temas que se tratan, de que como a enajenados señores de antaño la soledad del castillo solo logra sacar a relucir la cercanía de la paz con uno mismo al precio del desapego de las personas que alguna vez se interesaron por uno. Y uno por ellas. Creo que no es frialdad ni lejanía, aun menos ningún desdén o menosprecio, es simplemente que el calor me ralentiza de una forma y el frío de otra, y el entretiempo estoy ocupado trabajando y pensando en pensar lo mínimo, y pensar lo mínimo es la renuncia a recordar de forma constante tu lugar en el mundo. Y esa renuncia, como toda renuncia, tiene sus consecuencias que no sé si logran el propósito original de hallar tranquilidad, pero puedo decir, amigos, que está bastante cerca.  
Hoy ha entrado el otoño. Ya lo he dicho, ya os habéis enterado, claro que sí, si has llegado hasta aquí. Que lloviera mucho me haría feliz ahora que el trabajo no me turba y el paso de las horas vuelve a ser poco belicoso. Hoy ha entrado el otoño. A las 9 y pico de esta mañana sin ser muy exacto.

PD: no voy a corregir, sino a posteriori como hacía hace ya mucho, cuando había gente que me leía con frecuencia, y yo pueblicaba más frecuentemente aún.
Tiempo de lectura: lo ignoro.
Tiempo de escritura: 25 minutos.


domingo, 7 de julio de 2019

Lo innecesario



Nada en la vida es necesario. Cuando la gente pregunta sobre cosas que no le gustan ¿pero este remake era necesario? ¿y este libro? ¿y tal programa de televisión? Pues no, jamás fueron necesarios ni por asomo, ni las sinfonías de Beethoven, las películas de Welles, los libros de Chesterton o las pinturas de Durero. Ni siquiera Netflix. Para nosotros, como especie, nada de esto lo es. ¿Acaso se come el celuloide, el papel o los óleos? ¿Se bebe el sonido? ¿Son los spoiler base de cadena trófica alguna? No. La forma de definir las acciones de los seres vivos han variado a lo largo del tiempo, pero siempre fueron relación —nuestro contacto con el medio, con otros seres y con nuestros semejantes—, nutrición —comer, respirar y esas cosas para tener los metabolismos niquelaos— y reproducción —para perpetuarse, que es nuestra única misión, que lo sepan—. Si se indaga más en esta idea, mientras más civilizados estemos más nos alejaremos de lo primordial, más que nada en pensamiento y disposición, porque al final somos lo que somos, una especie ni fuerte ni rápida ni demasiado adaptada a un medio sin mediar por ahí la inteligencia.

La movida de estar vivo

Y dentro de la innecesaridad concurrente y asumida como inevitable por nos,  zoon politikónes de primer nivel, el arte es la última frontera de lo innecesario y lo fútil. No es esto nuevo, nada nuevo, y que lo diga yo, pues tampoco. El arte y la cultura, que tan por bandera tienen muchos movimientos sociales por mucha querencia por la deriva civilizatoria occidental a la que llaman progreso. El todo en su conjunto ya es progreso, aunque las personas clamen en las redes con supuestos virajes a lo profundo de la caverna o a la involución social —como si esto fuese posible sin catástrofe de cualquier índole de por medio—. En occidente todo progresa viento en popa, y en este sector de la tierra todo anda mejor que hace mucho tiempo. El tiempo da la justa perspectiva. Y el arte no ha tenido nada que ver en todo esto. El progreso no se mide en términos estéticos. Eso también lo creen los que se dejan llevar por las líneas editoriales de los creo que hoy ya casi extintos dominicales de los periódicos. Se mide en camas de hospital, en porcentaje de gente escolarizada y alfabetizada —lo que hagan con su conocimiento es irrelevante a efectos de progreso—, en población famélica, en hambrunas. Incluso en guerras. Las artes de la literatura, cine, televisión, música no indica nada, solo que nos gusta entretenernos.

Dicho esto, el arte y sus derivados son los que no ayudan a dar un sentido al absurdo de la existencia. Somos cognitivos de una manera tan artificial —si comparamos con el resto de las especies del planeta— que ese plus a lo mejor es aconsejable para mantener una mente más o menos sana, dentro de lo complicado que es todo el mundo moderno —no me refiero la actual posmodernidad, sino a la deriva después de la revolución neolítica—. Hacer un cuenco para beber no es arte, en eso coincidirán conmigo, pero si al cuenco le ponemos unos dibujillos y unos relieves pintorescos nos acercamos mucho al arte, aun quedándonos en artesanía. La increíble sofisticación en estos últimos 10000 años nos han llevado a crearnos la necesidad. En los días que correr la forma de expresar las cosas acercan lo accesorio a lo primordial. Necesito la tercera temporada de Stranger Things no chirría. Es como si dijésemos necesito comer. Y nada más lejos de la realidad, como vengo relatando incluso demasiado machaconamente desde el principio de este post.

Yo siento inclinación por la escritura. Me gusta inventar historias y situaciones, personajes y ambientes. En mi cabeza suenan bien,  lo juro. Cuando intento plasmarlo en la pantalla, como estoy haciendo ahora, las cosas se derrumban, como la casa construida sobre la arena de la parábola bíblica. Lo he contado más de una vez. En 2008 comencé una novela. La premisa me parece interesante y he pergeñado en esta larga década bastantes alicientes y chalchipirris para esta. Todo se derrumba cuando empiezo a escribir —ya de nuevas, porque mi estilo de 2008 es cuanto menos sonrojante—. Esto me lleva a pensar en todas esas personas que sienten la “necesidad” de escribir y aún más, la ultranecesidad de publicarlo. Hoy en día hay muchas editoriales en nuestro país. Aun así, la autoedición, antiguo paradigma del underground más outsider, es el proceso más utilizado por los que positivamente no interesan ni al sistema editorial establecido ni al alternativo. Leer es la actividad accesoria que considero más necesaria en mí, por el simple hecho de que mi concentración —y mis ganas ¿por qué no decirlo?— no me dejan hacerlo. En la actualidad estoy leyendo algo, pero han de ser cosas ligeras, por estilo o longitud. Hablando en plata, no puedo hincar el diente a enjundiosas obras demasiado profundas, cuando es realmente lo que me gusta y disfruto. Helo aquí. En esta desvirtuación —elijo este término tan de modé a drede— encontramos que la supuesta necesidad no lo es tal. Haciendo un paralelismo de niño de primaria ¿qué necesidad hay entonces en que mis escritos u ocurrencias salgan a la luz? Ninguna. Jamás fue necesario en nadie, y aún menos en mis movidas porque a diferencia de muchos de los autores que se autopublican me percato de que lo mío no merece publicarse, porque en realidad la ilusión que me haría no contrarresta el hecho de que leerlo no es que sea innecesario, es que es totalmente irrelevante. Yo he visto en papel pocas cosas en mi vida, aparte de revistas locales. Algunos poemas no demasiado buenos y muy amargos en una antología de autores de mi pueblo —y créanme cuando les digo que no reniego ni de una línea de ellos— y dos relatos en las Antologías Ventura —porque Jimina me invitó a participar, y eso si que era para mí una hemorragia de orgullo y satisfacción—. Uno regular y otro lo que considero que es lo mejor que he escrito nunca —aparte de algunos poemas ignotos bajo el amparo del viejo Randolph Carter—. 


La presentación de Antología Ventura 2 fue bien.

No niego que me produjera sensaciones muy buenas, pero tampoco he tenido nunca feedback alguno por esto aparte de amigos bastante cercanos que lo leen por ser mío, y lo cual agradezco. Que las aventuras de Oliver y su padre dos veces muerto, una de ellas en la Antártida y otra en una habitación sin ventanas en un piso de capital de provincias le interesen a alguien más allá de una docena de allegados sería caer en el autoengaño más absoluto. Y me pongo como ejemplo. Jamás leo estas novelas autopublicadas por gente que firma en las redes como fulanitEdetalESCRITOR. Primero porque si tengo que leer algo que sea de mis clásicos preferidos, a poder ser; segundo más importante, es porque esa gente que quiere venderte su libro por las redes, y te hace spam, escriben muy mal la mayoría de las veces. Escriben peor que yo y no peco de soberbia: lo que cuentan está más sobado que la pipa de un indio, aunque esto último para mí no es impedimento con el estilo correcto. Pero yo hilo aquí fino y digo, si puedo tener más pericia a la hora de juntar letras que muchos que tienen esa inconsciencia, pero no es suficiente. Compararse con el barro no sirve si quiero ser un cuerpo sólido cristalino. 


El eterno retorno. Esto me salió ayer en Timehop...

Y es por esto, y por algunas cosas más que considero de lo más innecesario que yo escriba mi novela. Entre esos pluses está el sufrimiento y la frustración, el desánimo y darse cuenta uno que a lo mejor no nació con dotes suficientes o con la templanza necesaria o con la lucidez del que se sabe sacar partido a sí mismo. En estos días pienso en mi futuro y en volver a preparar oposiciones para salir de una vida que no me satisface en absoluto, y me pregunto si seré capaz de realizar la proeza del estudio. Porque el estudio, que en términos relativos sí es necesario para conseguir lo que quiero, es anodino, pesado, y además me trae tantos fantasmas del pasado que quizá tiente al destino destapando otra vez esta caja del diablo. Empecé el sábado y termino en domingo este post tan innecesario como el resto de cosas que hago habitualmente en mi vida. Pero esto no me cuesta trabajo, amigos, a escribir post me refiero. Y a lo mejor si saco mierdas, mi cabeza me lo recompensa con una siesta provechosa. ¿Quién sabe?

domingo, 31 de marzo de 2019

Los domingos eternos: la vuelta de Prusia



Domingo eterno. Extra de domingo con robo de hora que curiosamente hace que todo se alargue agónico, exasperante, preludio cierto del verano que se acerca con pasos presurosos. Hoy llovió; quizás mañana lo haga otra vez. El fresco ha vuelto un poco pero no para quedarse. El tiempo meteorológico se mofa de nosotros con un verás pero no catarás. La luz invade todo a través de la ventana de la imprenta. Me subí a trabajar, pero poco he podido hacer. Llevo días convulsos de pesadillas y pequeñas autodestrucciones. Anoche soñé en una de las leves tandas de sueño que me metían en un psiquiátrico. Se parecía a un hospital mezclado con un hotel y en la sala donde estábamos por el día que se parecía ahora que caigo a mi clase de primero de E.G.B. pero más grande. Losas grises hidráulicas con mesas verdes de colegio formando un rectángulo con un hueco en el centro. Lo que era diferente es que había como los chiringuitos de los bufés de desayuno de los hoteles. Ingresé con uno que se parecía a Jorge Ilegal que se escapaba por las noches para volver a la salida el sol con bollería industrial. En el hotel-hospital-manicomio debían dar demasiado sano de comer. Había muchos platillos diferentes y todos tenían una pinta bastante aséptica. Hojas de lechuga sin aliñar sobre la china blanca esmaltada. También huevos duros sin sal. Los viejos que vivían con nosotros eran muy educados y no tenían pinta de estar locos. Nosotros dábamos más esa impresión.  Hacía mucho calor por lo cerrado y la calefacción. En ese momento de calor desperté para descubrir que apenas había pasado una hora y pico desde que me quedé dormido. Serían las nuevas tres y media cuando lo hice. Seguí durmiendo. El domingo se instalaba en mi mente en forma de película de sobremesa. Todo era pueril, cuqui, pero encerraba ominosas reminiscencias fatales. En realidad era como un revival de Netflix de los 80, pues si mirabas al cielo podías ver los títulos de introducción, falsamente maqueados para parecer hechos con un Spectrum. Aventuras anodinas en un campo que recordaba al mío, pero que no lo era. Y poco más. Me desperté. Ayer sábado fue un día también horrible en cuanto a la relación con el sueño. Ahora ya no me acuerdo de lo que soñé, pero si salían las regiones devastadas tan recurrentes. A mí alrededor, en este momento, resuenan esos paisajes desolados. Todo está cubierto por una cenicienta capa de polvo. El olor a tierra es penetrante. Noto las partículas en suspensión dentro de la nariz. Es como la definitiva cama sin hacer. Las obras son entropías de las más puras de la naturaleza. Principio de incertidumbre. Cuándo acabará esto y ese tipo de misterios sin resolver. Domingo eterno. Cambio de hora. Bucle corrupto que chirría y se repite sin cesar. Escribo en blogs desde hace 14 años. Hace 12 comencé mi primer blog verde, con el que tuve relativo éxito. Si releo ahora, una de las constantes es hablar de domingos prusianos y cambios que se avecinan. Sigo en esa brecha. Necesito cambiar no de hora, sino de aires, pero nada es demasiado cierto a unas semanas vista. Mi huida por Semana Santa es segura. Solo el concepto; la intendencia está en lo etéreo de mis intenciones. Quisiera escribir sobre temas más fascinantes, pero no lo soy. Mi vida no lo es. Hay gente que falsea su vida para parecer felices. Hay personas que creen que yo falseo la mía para lo contrario, aunque no me lo suelen decir. Están bastante errados, si bien cribo muchos estados neutros, que es mi acontecer durante más tiempo. Una zona tibia, sosa, anodina, monocorde, monocromática. A veces pienso que merezco todo lo que me pasa, por no estar lo suficientemente entero, no ser lo valiente que debería para ciertas cosas. Los cambios a los que me refería son algunos de esta índole. Mi relación con los demás es desastrosa casi siempre, porque creo que las personas me ven como una mascota, un accesorio. Quejarme de eso sería baladí, pues sé que es distorsión, y aunque parte pueda ser verdad no está en mi mano pensar por los demás. Son las 8:22 de la tarde, tengo sueño, algo de frío, la sala de máquinas está sin luz. Debería ser ya de noche y no lo es. Tardaré en acostumbrarme, concretamente hasta el último domingo de Octubre, donde las cosas volverán a su cauce.

miércoles, 30 de enero de 2019

Primera entrada del 2019




Debería estar escribiendo cosas sustanciosas para la próxima entrega de Línea de Sombra, pero no me sale nada de lo que he empezado, así que voy a ver si haciendo este ejercicio de blogueo se me desentumecen las falanges y las meninges.

No tengo nada de interés que contar. Cosas que contar tengo siempre, y si hiciese caso a mis impulsos diarios llevaría un blog con tres o cuatro entradas por semana, como antaño, pero me corta el enfrentarme a mis limitadas destrezas, al trabajo que tengo casi siempre y al final, la baza principal es si merece la pena que invierta un rato en escribir algo si al final le va a importar bastante poco a la mayoría de los lectores potenciales que pudiese tener, si es que queda ya alguno. Recuerdo con cierta nostalgia de mí mismo cuando eso no era impedimento para soltar mis rollos; era un asunto terapéutico entre mis problemas mentales y la posibilidad de darles una salida sin que la cabeza se me recociera y se me pasaran los sesos por agua. Ahora suelto alguno en Instagram, ya casi nunca por Facebook, con lo que he sido. No aguanto ver muros llenos de ponzona, de la carroña diaria de la compartición de lo compartido por alguien que ya lo compartió. Mi presente son cuchillos, cuerdas, carne y dibujos. Es lo que miro, y las fotos e historias de personas a las que aprecio o a las que admiro.

Si no me encuentran búsquenme aquí.
Suelo estar allí siempre intentando llamar la atención...
Hoy me he decidido e escribir aquí de nuevo, como si fuese un exorcismo, una salida a los días aciagos que me consumen, un ardiente clavo al que agarrarse cuando todo me resulta tan tedioso… Bueno, hay cosas y personas que me salvan un poco y me dan alegrías, mas jamás esperanza, pues soy yo el que vivo conmigo; ser menguante en busca de una forma que nota su deformidad a medida que avanza en la búsqueda. Cuando uno es turgente como una cebolla tierna, llena de agua y con tierra aún en sus raíces, aunque sea una ruina por dentro, se siente lozano en su enormidad; cuando cada día eres más pellejos y huesos anchos y las ojeras que siempre estuvieron se marcan como babosas con problemas de circulación y el cartón más que tonsura es kipá de hebreo. Envejecer es normal; los años pasan para todos, pero lo peor es ese cúmulo de tiempo perdido en cosas como escribir esto. Por eso creo que no escribo las tonterías que se me ocurren todos los días. Hace patente que el tiempo pasa y que nada de esto merece la pena de veras. La soledad es fría ahora, ardiente en verano, pacífica muerte en vida del deseo que se mantiene como órgano no sé si vestigial o amputado, no sé si miembro fantasma o subdesarrollo de habilidades. Es mortecino el tema último y severo, el que me guardo y solo digo al que quiera escucharme. Si fuera un loco más enfermo, la patología derivaría en terreros muy oscuros, más terribles y más escabrosos. La sordidez tomaría el relevo de la mera inocencia culpable; pero no, simplemente me dejo consumir en días anodinos sin apenas lecturas que antes eran un oasis —quizá un espejismo— de salvación. Al final la cotidianidad no va a tener cura, y mi destino, por mi falta de habilidades, que es manifiesta y palpable, se compone de un futuro incierto, una muerte prematura —pese al esfuerzo de estos últimos años— y un sutil recuerdo entre los que alguna vez me conocieron. Seré un tema de conversación de pasada en la sobremesa de comidas familiares, como tantos otros muertos insignificantes, como casi todos los muertos del mundo. Seré el hijo de mi madre, el primo de mi prima o el cuñado de mi cuñado. Muerto sí. Ese que estuvo tanto tiempo estudiando y después se metió en la imprenta de su padre, y que no estaba muy bien. Como dicen en mi pueblo el tenía un poco de “represión” y tenía los nervios malos. El que era ese niño tan gordísimo y después, pues ya después no tanto. No me atormentan estas visiones de mi vida sin mí, pero me rondan por la cabeza últimamente.
Creo que casi nadie sabe por lo que paso realmente pues me he vuelto muy hermético con los años. Como comentaba el otro día a mi psicóloga: yo antes era más gracioso. Era más gracioso no de los tronchantes, sino de utilizar más el humor como un arma defensiva ante este mundo tan desgraciado. Desde que escogí la burbuja, desde que vivo solo, —tal día como hoy de hace tres años celebraba mi housewarming— me he alejado progresivamente de la risa, remedio infalible…

Ya es por la tarde.

El caso es que yo debería estar escribiendo una disertación profana sobre la patata —mi ideaca para engrosar mis entradas shadowliners—, el artículo de los cuatro westerns de Clint o en la modificación eterna de la novela de la Antártida, que si antes ocurría en tres tiempos a la vez, ahora ocurre en cuatro. Quiero terminar mi continuación apócrifa de En las montañas de la locura antes de morir, no porque vaya a ser una cosa buena, sino es por terminar algo de calado más profundo de lo acostumbrado, algo que no sea una idiotez como esto que ahora leen, algo que esté bien escrito, sin prisas ni bocajarros, que no sea un avenate.
Yo creo en último término que sufro tanto por todo porque en el fondo de mis capas y capas de tonterías, pena, conmiseración, quejitas y desesperados intentos —y tan ineficaces, por otro lado— de que me hagan caso, hay algo que me hace confiar en que puedo hacer algo bien si puedo encontrar un momento idóneo para hacerlo. Creo que necesitaré para ello paz absoluta, mindfulness extremo o que me toque la lotería... o que sepa positivamente que me muero. Si es esto último, ¡vaya acicate de mierda! En fin, cierro y corto. Ya está bien por hoy.

Si de veras le ha gustado esto, se lo agradezco. Denle al like o send nudes. Si no les ha gustado, dudo mucho que hayan llegado aquí. Send nudes, anyway. Gracias. 
Adiós.


martes, 10 de julio de 2018

Dos sueños (La vuelta de la llave de plata)





La madrugada del viernes al sábado pasado.


Me fui a la cama con leve dolor de barriga. No estoy acostumbrado a beber alcohol y me pedí esa extraña sidra que venden ahora en Cá David. En realidad no me gusta demasiado, porque está amarga, y lo único amargo que me puede gustar es el chocolate negro. Pero bueno, para no bebérmelo a la trágala como me invitan mis instintos con las cosas dulces que suelo tomar, pues vale. Craso error. Ese leve dolorcillo de barriga, nada insoportable, sordo si quieren, de perfil bastante bajo, mezclado a turbaciones de tipo mental que me habían atenazado en la siesta de ese mismo día, creo que dio como consecuencia los hechos oníricos que paso a comentar.

La imprenta. La imprenta tiene una casa. Es donde vivo yo. No es un globo. En el primer sueño mi casa era mi casa; con ligeras modificaciones, como suele ocurrir. Recuerdo que en la planta de arriba, en el salón, lugar donde como y ceno iluminado por un fluorescente en la vida vigil, el espacio era más grande, y más rústico, como esos desvanes de casas antiguas. Esos que huelen a tocino curando en sal, a polvo acumulado y a Zotal. Allí estaban mis compañeros de piso de hace mucho tiempo, y parece ser que estaban invitados a pasar unos días. Yo estaba en mi habitación, en la que soñaba en aquel momento, oyendo los ruidos de la conversación. Tenía un poco de miedo a salir. Sí, era miedo, un miedo que conozco bastante bien. Ese miedo del que no tiene ganas de relacionarse con nadie cuando la depresión te come por dentro, pero no es lo bastante fuerte como para que sea insoportable y te quedes en la concha. Salí a la tertulia y bien. Sensaciones antiguas. De repente comenzó a llegar gente. No sabía quién eran, solo que charlaban y charlaban dando muchas voces. Mi miedo aumentaba. Ahí me desperté. Eran las 6 de la mañana. El dolor seguía latente en mi enorme tripa de recién salido de la obesidad mórbida conectaba todo el sistema digestivo hasta su salida. Ustedes me entienden. Estaba raro, y como otros días que me despierto esos lapsos al buen tuntún no lograba volver a dormir. No sé qué hora sería —pero cerca de las 7— cuando volví a quedarme frito.

Mi casa era ahora un pequeña construcción en el campo —me recordaba a la primera casa que hubo en nuestra parcela—, con el interior parecido a la disposición real, pero con toque rústico/reciclado; o sea, esas casas que son ocupadas por objetos que tuvieron mejores momentos en primeras viviendas de recién casados, hace mucho, y ahora eclécticamente dispuestos se unen a otro similares, pero de distinta procedencia, estilo y época. El único cambio significativo era que había una cocina en el descansillo de las escaleras, una cocina amplia con mesa y sillas, con poyos de granito, como los del chalet real donde he vivido casi todos los agostos de mi vida, pero con la novedad de un horno bastante grande de esos de hierro forjado. Otra vez estaba con invitados, pero yo huía a un patio trasero, con sillas blancas de blancas varillas  oxidadas, con un árbol bastante triste cobijándome de las primeras luces del día, pues parece ser que cogí la referencia horaria real para continuar el sueño. Los invitados se salieron fuera, a un porche delantero y me llamaron para que me uniese. Me fueron a buscar, ahora mismo no sé quién, pero gente conocida. Tomaban en café alrededor de una mesa grande, y había gente que yo conozco, pero que no la asociaría a mi entorno, como alguna médica y una señora que estaba en una tienda en Granada. Hasta ahí, aparte de la extrañeza que su presencia me causaba, todo bien. Volví a entrar a coger bocadillos —sí, bocadillos— y dentro acababan de llegar una pareja a la que no conocía de nada. Eran los típicos urbanitas, y desentonaban bastante con el deslavazado estilo de la cocina. Iban vestidos de blanco ibicenco, caras de superioridad moral y una niña rubia de unos diez años que tenía la voz muy aguda. De repente comenzaron a imponer cosas sobre la comida, y cómo debían servirse los bocadillos. El hombre era un señor bastante alto, algo mayor que yo, con la cabeza rapada y una perilla muy bien recortada de pelo cano; su camisa era vaporosa, muy blanca; se dedicaba a  cambiar las cosas de sitio. La mujer hablaba y hablaba con un acento que yo identificaba como muy fino, pero no más. La niña iba y venía, la madre le gritaba, el padre le gruñía a la madre y yo estaba indefenso ante esa estampa. En un momento sacaron una pechuga de pollo de mi congelador y dijeron que iban a hacer croquetas. ¿Cómo me está pasando esto a mí? —preguntaba para mis adentros — pero si esa pechuga está cruda… y es para yo hacer pasta un día de estos. Yo no quiero croquetas que después le ponéis mucha bechamel y no me las puedo comer. Pues sí, incluso en mis sueños estoy a dieta. Iba a decir algo, pero me fui. Me fui al patio trasero del árbol triste, donde seguía pareciendo otoño al amanecer. Sonó el despertador. Eso es facilísimo de decir con exactitud. Eran las 8 y cuarto, como todos los días menos el domingo. Estaba cansado, bastante cansado y apenas recuerdo que pospuse los cinco minutos de rigor y ya estuve soñando de nuevo con el cansino pitido un rato más.

La casa ya llegaba a palacete, aunque donde yo estaba sentado era la cocina de antes, con algunas cosas cambiadas y más sofocante. Ya casi que no recordaba ni someramente a mi casa real. Directamente estaba secuestrado a la fuerza por cuatro personas que no conocía. Me decían que me quedara quieto que ellos sabían lo que eran mejor. No sé qué ocurría. Me acordaba del sueño anterior como si hubiese ocurrido hace un tiempo. Sentado al brasero mujeres con caras circunspectas me miraban. Eran como esposas sicilianas, pero vestidas en el Decatlon.  Había dulces en la mesa. Suspiros y pastelón. Cortadillos de cidra. Yo no comía, ellas tampoco. Salimos y había un enorme páramo con tierras labradas. Era otoño y la fotografía era de serie inglesa en exterior, como ocurre muchas veces en mis aventuras oníricas. En las lindes había árboles y unos señores con pinta de haber salido de Peaky Blinders los cortaban a hachazos. Me exaltaba porque estaban cortando mis árboles. Ellos me tranquilizaban diciendo que los ladrones de manzanas, unos rumanos, ya no se llevarían más manzanas de allí. El tiempo amenazaba tormenta. Desperté a las 9 y media. Faltaba media hora para abrir la imprenta. Decidí que lo haría a las 10 y media, aunque a las 10 y diez ya estaba yo con la puerta abierta. La extraña conexión dolor de barriga con la cider Ladrón de manzanas se concretó en este último sueño.


 

La madrugada del sábado al domingo


Quien me lee desde hace mucho tiempo, ya sea en canónico post o en mis numerosos partes médicos y/o del sueño en las diversas redes, saben que lo recurrente de veras es aquello de que me quedan algunas asignaturas y tengo que volver a la carrera. Eso mismo me ocurrió esa noche. Trabajaba en la imprenta, que tenía la característica que era anterior a la reforma para meter la máquina Heidelberg de aspas. O sea, la sala de máquinas era una preciosa estancia abovedada, que había permanecido inmutable a lo largo de muchos años. En el sueño hacía algo con mi padre en la sala de cajas, y no sé de qué forma me entero que tengo que volver a Geología porque me quedan cinco asignaturas. Entre ellas Petrología Metamórfica y Francés. Esta última nunca la cursé, pero la tenía que repetir. La Metamórfica es una asignatura que se repite bastante en estos sueños angustiosos. Básicamente porque era incomprensible en su descripción química para mí, aunque los procesos y resultados sean tan bellos como son. Los profesores tampoco ayudaban. Eran plomizos y uno hasta un chulanga. No soy injusto, de verdad. La Petrología Ígnea la daba un señor muy mala virgen, pero si hemos de ser exactos a la verdad, gran profesor y ecuánime en las pruebas escritas y en las prácticas. Bueno, que me voy del tema… yo trabajaba en la imprenta y estaba tan atareado como últimamente estoy y se acercaban los exámenes. Eran cuatro exámenes un mismo día. Yo decía que pasaba de estudiar porque estaba muy agobiado, que para lo que servía. Mi padre no lo veía así y me decía que estudiase por la noche. No tenía ni los apuntes localizados, no tenía nada. ¡¡No sabía francés!! Y tenía además que trabajar en la imprenta. ¡Qué pesadilla más horrible! Sentimientos de hace mucho tiempo afloraron en el estado anímico del sueño, remociones de alarmas corporales. Como el día anterior desperté pronto. A las 5 estaba con los ojos fijos en el techo iluminado la luz que entra por la puerta abierta para el fresco pase. Bajé al patio. Me senté al fresco y como tenía mucha hambre me tomé un vaso de Nescafé muy frío con leche sin leche de la que yo tomo. Al rato me volví a subir e intenté dormirme. Al final, con las luces del alba lo conseguí, pero ya no me acuerdo de lo que soñé después. Solo sé que era domingo y que me desperté casi a las 10 y me  quedé en la cama más de tres cuartos de hora —quizás algo menos—. Y sí, mereció la pena. Aunque a las 11 y pico ya estaba en la imprenta.



 Texto escrito entre lunes 9 y Martes 10. Acabado habiendo dormido 3 horas. Mucho sueño tengo...

martes, 29 de mayo de 2018

En cualquier siesta (sueño)

 

Soñé que tenía que volver al instituto. Hace tiempo que no aparecían estos retrocesos académicos; antes eran abundantes en mis aventuras por el otro lado. El caso es que debía volver —creo que— a tercero de BUP y había que estudiarlo fuera de casa —¿?—. Debía trasladarme a una ciudad indeterminada, mezcla de Granada, Madrid y Castro, pues había retazos de todos esos lugares.
Mi primera visión fue la de la vuelta a las clases, que se situaban al lado del Ayuntamiento, en la Plaza. En la realidad ese lugar es la tienda de la Ana —la de Juanillo Gil—, a dos minutos de casa, donde compro mis Pepsi Max, los Halls y en otros tiempos, cantidades ingentes de porquerías deliciosas. Saludé a dos chavalas de Espejo —pueblo vecino, cuyos bachilleres acudían a Castro—, Mari Asun y otra de recuerdo vago, que también parecían obligadas a regresar al instituto por ese imperativo misterioso. Hace catorce años que no veo a ninguna de las dos en el mundo vigil. Era de noche. Las clases eran como las de la facultad, muy grandes, pero con los bancos y sillas de BUP. Enormes barracones tétricos y gran confluencia y algarabía de gente más joven. Incluso en el sueño me parecía muy raro tener que volver allí. Cuando salí todo se había teletransportado a otro sitio, también de mi pueblo, curiosamente el Instituto Antiguo, sito en Llano del Convento, en el que jamás recibí clases oficiales, tan solo Tae Kwon Do  varios años y solfeo accidentalmente.
No sé muy bien como llegué al piso donde vivía. Se correspondía a una mezcla de las escaleras de otro sueño que tuve un día con mi primer piso en Granada, en el Barrio de los Doctores —Plaza de Toros—. Las escaleras eran de ese otro sueño, enormes, de madera, como una enorme colmena de puertas que deban al hueco de un ascensor que pendía en el centro de un patio cubierto. Eran de materiales nobles, maderas, azulejos, vidrieras, muy viejo todo, percudido, como otras tantas veces. Compartía con mi primo Gaspar y con Fran, los dos compañeros eternos. Es curioso que teníamos viviendo con nosotros a nuestra portera de mi último piso —sito entre Camino de Ronda y Gonzalo Gallas (GR)—, porque parece ser que por tocas nos la turnábamos en el bloque, como pago a sus servicios de tantos años, aunque no daba trabajo. En la vida real la señora había estudiado técnicas de interrogatorio y disuasión  en la Gestapo o en algún sitio parecido; era muy persuasiva y chantajista, pequeña y con ojos de perro pachón, tenía un brío envidiable. Nosotros la sobornábamos con naranjas que el padre de Fran traía por sacos y como tampoco éramos los típicos estudiantes escandalosos nos tenía aprecio.

El caso es que una de mis rutinas diarias en el sueño era llevar un café con leche todos los días en un sobre al Zurdo, que vivía en un sitio cercano, ya más parecido a la Glorieta de Bilbao (MA) y aledaños. Se lo dejaba en una enorme ranura de buzón de una puerta señorial, en una casa que ocupaba cerca de una manzana de pisos. En mi sueño, al menos, Fernando había logrado nuestro anhelo de casa solariega, pero en pleno Madrid. Uno de los días entré en la vivienda, que entonces tenía ajardinado acceso, porque me avisó por Facebook y me presentó a dos señores que no conocía, uno arqueólogo o algo parecido y otro supongo que sería su zenmaister, aunque después no se corresponde con las fotos de él que conozco. Fernando aparecía como Homer en el recordatorio de los Cuentos de Terror de la Casa del Árbol al Cuervo de Alan Poe. Bata suntuosa roja, cabello blanco y liso, gafas oscuras, afeitado —como la primera vez que nos vimos en la puerta del Látex—. Las paredes eran librerías, y en un pequeño comedor entre los anaqueles rebosantes de volúmenes vetustos, había una mesa camilla —aun habiendo chimenea de esas como uno mismo de altas—, un sofá y una tele gigantesca, aunque de las antiguas, no de las planas. Hacíamos planes para ir a comer cochinillo, pero como rémora del pasado alegaba yo que ese fin de semana iba a mi pueblo. Al final, trocando varios asuntos —uno recuerdo que era de los misterios de unas catedrales ¿?— quedamos en que después de salir de clase yo el viernes —que venía a ser en el sueño, como a los dos días— íbamos a comer cochinillo, y después iríamos a tocar café y churros al sitio que fuimos la otra vez —intuyo que una mezcla de Café Comercial y otros lugares del Barrio de las Maravillas—.

Es entonces justo ahí cuando suena el despertador. Cojo el teléfono para apagarlo y aún  con los ojos pegados, como es habitual en mí, miro las notificaciones que en silencio han ido llegando durante el sueño. Tenía un aviso de twitter, que no suelo yo usar. Era una mención de la simpar Jimina Sabadú (a la que profeso una fe inaudita —en mí— y un amor casi desmesurado) que me instaba a escuchar al Zurdo por la radio.


En un primer momento, he de confesar, algo chirrió en mis neuronas aun aletargadas cuando combiné en mi mente Fernando Márquez y M21, la radio de Carmena
De esa casualidad ha nacido este post, pues lo más seguro es que sin la conversación posterior con Jimi y con Patricia Godes, a la que aseguré que contaría esto por escrito cuando tuviera 10 minutos, no estarían ustedes leyendo esto. Escuché el programa y oí a un Fernando ronco, pero inasequible al desaliento en el bullir de ideas, en sus restropecters y en su afán de conectar asuntos varios —a veces pienso que tiene en esa cosmogonía tan particular una TEORÍA DEL TODO—.



Esos diez minutos han llegado pasados seis días, pero hasta esta tarde otoñal de Mayo tardío no he encontrado el momento para ponerlo todo en claro.


Es curioso como la vida y los sueños se retroalimentan, y cada día me resulta más difícil creer —qué gran debate interno, por el Gran Cthulhu, con mi yo dominante más racional— que los episodios oníricos no tengan algún cometido más allá del reciclaje de recuerdos. No digo que sea nada ikeriano, mas al menos siempre han sido fuente de escritura y conversación —que no es moco de pavo— y de ciertos misterios que dejo para otro día.

sábado, 12 de mayo de 2018

Ese click en tu cerebro.


Hace mucho tiempo que no escribo estando con un ánimo tan paupérrimo. De esas veces que la angustia es tanta que los síntomas son físicos, y que hay momentos que te gustaría desaparecer para siempre. He intentado hacer mindfulness, pero ahora —quizás— mi mente querría estar más en stand by, en un sueño largo, porque las más inquietantes pesadillas me parecen más apetecibles que la cruda realidad de aguantarme. No puedo, pues tengo que estar pendiente de la máquina que imprime sin ton ni son al fin. 
Cuando andas tanto tiempo en el control de las emociones, en esa especie de tierra de nadie entre la razón y lo visceral, reprimiendo ideas absurdas y destructivas tanto tiempo, al llegar al final deseado, por algún extraño click en tu cerebro, hace que la descompresión también arrastre a la superficie, aparte de alivio, una gran dosis de miedo, de paranoia, de cuestionarse a uno mismo, a todos, el sentido de las cosas y el preguntarte porqué no seré normal, si es que hay alguien normal, si es que los demás no sienten lo mismo acaso. En ese instante de ruptura crítica procura no manejar material pesado, intenta no tener que disimular que estás mal, protege a los demás de ti, porque puede que te conviertas en la mierda que más odias en cuestión de segundos. Hoy me ha pasado. Al menos me he dado cuenta.
En los lejanos tiempos de las postrimerías del pasado milenio y el principio de ese, yo andaba siempre en lo que hoy son segundos. Aunque siempre he intentado mitigar el daño colateral de mis emociones no lo conseguía siempre. Bueno, casi nunca, y a los más cercanos les tocó sufrir mis frustraciones, mis extrañezas y mi mal genio. Yo era un borde en permanente ebullición, con fases de flagelación por ser tan idiota y algunas otras de tranquilidad en mi estado prehater. Era un imbécil, y lo digo desde el cariño que le tengo a mi yo de otros tiempos. Me miro ahora y era tan inocente, en cierta medida tan puro, que no puedo enfadarme con aquel ser que sufría y sufría y venga sufrir y a veces explotaba, pues casi nada era malo en mí en aquella época, y solo la forma chusca de expresarme y quizá una timidez extrema de la que no era consciente y que en algunos aspectos de mi vida vengo arrastrando. 
Después vino la medicación. Lo que en el último año ha supuesto un fastidio enorme de mono, temblores,  hormigueos he de admitir que me salvó la vida, y por eso  nunca renegaré de la química aliada en los problemas psíquicos. Pasé a tener un poco de paz. No era ya tan desagradable y agrio, y pese a tener unos efectos secundarios que no vienen al caso a lo que cuento —o quizás sí—desterré la bordería como forma de expresión normativa, aunque se acercaban unos años terribles. La segunda mitad de la década de los 2000 fue lo peor que recuerdo haber vivido jamás. A una carrera que no se acababa nunca, se sumó una catástrofe sentimental y alguna muerte que me hicieron desear la mía propia. Durante tres años fantaseé con clavarme una lanza en el cuello y repesarme sobre ella —supongo que esto lo habré contado en el antiguo blog verde— que aparte de poco eficaz, hubiera sido bastante ridículo. La vez que estuve más cerca de saltar de un sitio al vacío, al ser consciente de que no había nadie al volante por algunos instantes, como poseído por mesméricas fuerzas ocultas, me hice un feto y lloré en el porche de la casa donde paso los veranos durante un tiempo que aún ahora soy incapaz de calcular, entre cinco minutos y una hora. Y todo provocado por un pequeño detonante que a día de hoy ya casi no recuerdo. Era una minucia, una tontería, pero aquella calurosa siesta en la que casi cumplo el deseo de quererme matar, me di cuenta de que algo iba horrorosamente mal por dentro.  Ese curso había aprobado año y medio de créditos universitarios antes de septiembre (90 de aquella fecha) y al encontrarme tan agotado me vacié y me dejé morir poco a poco (eso que mi primo Gaspar llamó suicidio pasivo). Hice sufrir a mi alrededor de una forma distinta, por mi desidia y mis distorsiones. Por mi ausencia a ratos y por mi egocentrimo extremo.
El tiempo cura algunas cosas, y con ayuda de éste, con medicación, con terminar la larga carrera, con paciencia, logré vivir más mal que bien hasta que empecé el proceso, en el trabajoso trajín, en el que me encuentro actualmente. Decidí que ya estaba harto de tanto sufrimiento estéril, y quizá escribo esto que leen ahora para recordármelo a mí mismo. Superé mis prejucios sobre la psicología gracias a Elvira. Cuando iba con el buen camino mental, se me cruzó la pierna y esa enfermedad, y otra vez en parte gracias a Elvi, que me recomendó de nuevo muy bien, he perdido cuarenta kilos; hoy voy al gimnasio a fatigarme y a hacer series de cosas espantosas de forma muy voluntaria. En esto también he tenido la suerte de tener al lado a Adri, que me está sabiendo aguantar y llevar.
Poco a poco, me voy abriendo, y viviendo estos cambios tan profundos empiezo a tener experiencias nuevas que nunca había tenido, y a probar cosas nuevas, dentro de un orden que pueda yo abarcar. A lo mejor aún soy demasiado precavido, y no me suelto porque no quiero sufrir demasiado.
Y por eso esta tarde al sentirme tan mal, he actuado de una forma borde, de Miguel joven, el que me sale a veces como una ráfaga, el de la bordería, el chusco, lo cual ha hecho que me siente aún peor, porque que paguen justos por pecadores me parece la mayor de las injusticias en este mundo tan podridísimo. No tengo perdón, aunque creo que estoy perdonado por la persona con la que me he pasado, o en eso confío, porque es una persona muy buena. Ha sido una frase, una leve frase, que en un momento de agobio se pone así a bocajarro, y la consecuencia posterior ha alimentado más la angustia de salirme de lo planeado para hoy, y es que cuando estoy mal, soy cuadriculado, porque la rutina impide que cometa torpezas, me ayuda a sentirme bien y a bajar la tensión. Y no he hecho lo planeado, me lo he saltado, y mientras aprendo a saltarme las cosas y a vivir más inconscientemente, el subconsciente me traiciona y acabo destruido, como esta tarde de locos, donde pasarlo bien con los amigos, ha empezado a mezclarse con un agobio mortal, con una bordería muy puntual pero muy sentida, y casi tiro por la borda esta tarde de trabajo provechoso tanto en la imprenta, como para mi interior loquito, por no ser más espontáneo. Es quizás de las cosas que más echo en falta en mi vida. El puntito picante de no controlar todo, de hacer locuras, pero no de las de siempre, sino otras. Pero en fin, al menos esto me sirve para recordarme de todos mis avances, y también de mis errores, que siento mucho, pero mucho. Tanto que ha dado para escribir el rollazo, que tú amigo lector, si has llegado hasta aquí, te has tragado.