Nada en la vida es necesario. Cuando la gente pregunta sobre cosas que no le gustan ¿pero este remake era necesario? ¿y este libro? ¿y tal programa de televisión? Pues no, jamás fueron necesarios ni por asomo, ni las sinfonías de Beethoven, las películas de Welles, los libros de Chesterton o las pinturas de Durero. Ni siquiera Netflix. Para nosotros, como especie, nada de esto lo es. ¿Acaso se come el celuloide, el papel o los óleos? ¿Se bebe el sonido? ¿Son los spoiler base de cadena trófica alguna? No. La forma de definir las acciones de los seres vivos han variado a lo largo del tiempo, pero siempre fueron relación —nuestro contacto con el medio, con otros seres y con nuestros semejantes—, nutrición —comer, respirar y esas cosas para tener los metabolismos niquelaos— y reproducción —para perpetuarse, que es nuestra única misión, que lo sepan—. Si se indaga más en esta idea, mientras más civilizados estemos más nos alejaremos de lo primordial, más que nada en pensamiento y disposición, porque al final somos lo que somos, una especie ni fuerte ni rápida ni demasiado adaptada a un medio sin mediar por ahí la inteligencia.
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La movida de estar vivo
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Y dentro de la innecesaridad concurrente y asumida
como inevitable por nos, zoon
politikónes de primer nivel, el arte es la última frontera de lo
innecesario y lo fútil. No es esto nuevo, nada nuevo, y que lo diga yo, pues
tampoco. El arte y la cultura, que
tan por bandera tienen muchos movimientos sociales por mucha querencia por la
deriva civilizatoria occidental a la
que llaman progreso. El todo en su
conjunto ya es progreso, aunque las personas clamen en las redes con supuestos
virajes a lo profundo de la caverna o a la involución social —como si esto
fuese posible sin catástrofe de cualquier índole de por medio—. En occidente
todo progresa viento en popa, y en este sector de la tierra todo anda mejor que
hace mucho tiempo. El tiempo da la justa perspectiva. Y el arte no ha tenido
nada que ver en todo esto. El progreso no se mide en términos estéticos. Eso
también lo creen los que se dejan llevar por las líneas editoriales de los creo
que hoy ya casi extintos dominicales de los periódicos. Se mide en camas de
hospital, en porcentaje de gente escolarizada y alfabetizada —lo que hagan con
su conocimiento es irrelevante a efectos de progreso—, en población famélica,
en hambrunas. Incluso en guerras. Las artes de la literatura, cine, televisión,
música no indica nada, solo que nos gusta entretenernos.
Dicho esto, el arte y sus
derivados son los que no ayudan a dar un sentido al absurdo de la existencia.
Somos cognitivos de una manera tan artificial —si comparamos con el resto de
las especies del planeta— que ese plus a lo mejor es aconsejable para mantener
una mente más o menos sana, dentro de lo complicado que es todo el mundo
moderno —no me refiero la actual posmodernidad, sino a la deriva después de la
revolución neolítica—. Hacer un cuenco para beber no es arte, en eso coincidirán
conmigo, pero si al cuenco le ponemos unos dibujillos y unos relieves
pintorescos nos acercamos mucho al arte, aun quedándonos en artesanía. La increíble
sofisticación en estos últimos 10000 años nos han llevado a crearnos la
necesidad. En los días que correr la forma de expresar las cosas acercan lo
accesorio a lo primordial. Necesito la tercera temporada de Stranger Things no chirría. Es como si dijésemos necesito comer. Y
nada más lejos de la realidad, como vengo relatando incluso demasiado
machaconamente desde el principio de este post.
Yo siento inclinación por la
escritura. Me gusta inventar historias y situaciones, personajes y ambientes.
En mi cabeza suenan bien, lo juro.
Cuando intento plasmarlo en la pantalla, como estoy haciendo ahora, las cosas
se derrumban, como la casa construida sobre la arena de la parábola bíblica. Lo
he contado más de una vez. En 2008 comencé una novela. La premisa me parece
interesante y he pergeñado en esta larga década bastantes alicientes y
chalchipirris para esta. Todo se derrumba cuando empiezo a escribir —ya de
nuevas, porque mi estilo de 2008 es cuanto menos sonrojante—. Esto me lleva a
pensar en todas esas personas que sienten la “necesidad” de escribir y aún más,
la ultranecesidad de publicarlo. Hoy en día hay muchas editoriales en nuestro
país. Aun así, la autoedición, antiguo paradigma del underground más outsider,
es el proceso más utilizado por los que positivamente no interesan ni al sistema
editorial establecido ni al alternativo. Leer es la actividad accesoria que
considero más necesaria en mí, por el simple hecho de que mi concentración —y
mis ganas ¿por qué no decirlo?— no me dejan hacerlo. En la actualidad estoy
leyendo algo, pero han de ser cosas ligeras, por estilo o longitud. Hablando en
plata, no puedo hincar el diente a enjundiosas obras demasiado profundas,
cuando es realmente lo que me gusta y disfruto. Helo aquí. En esta desvirtuación —elijo este término tan de modé a drede— encontramos que la
supuesta necesidad no lo es tal. Haciendo un paralelismo de niño de primaria ¿qué
necesidad hay entonces en que mis escritos u ocurrencias salgan a la luz?
Ninguna. Jamás fue necesario en nadie, y aún menos en mis movidas porque a
diferencia de muchos de los autores que se autopublican me percato de que lo
mío no merece publicarse, porque en realidad la ilusión que me haría no
contrarresta el hecho de que leerlo no es que sea innecesario, es que es
totalmente irrelevante. Yo he visto en papel pocas cosas en mi vida, aparte de
revistas locales. Algunos poemas no demasiado buenos y muy amargos en una
antología de autores de mi pueblo —y créanme cuando les digo que no reniego ni
de una línea de ellos— y dos relatos en las Antologías Ventura —porque Jimina me invitó a participar, y eso si
que era para mí una hemorragia de orgullo y satisfacción—. Uno regular y otro
lo que considero que es lo mejor que he escrito nunca —aparte de algunos poemas
ignotos bajo el amparo del viejo
Randolph Carter—.
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La presentación de Antología Ventura 2 fue bien.
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No niego que me produjera sensaciones muy buenas, pero
tampoco he tenido nunca feedback
alguno por esto aparte de amigos bastante cercanos que lo leen por ser mío, y
lo cual agradezco. Que las aventuras de Oliver y su padre dos veces muerto, una
de ellas en la Antártida y otra en una habitación sin ventanas en un piso de
capital de provincias le interesen a alguien más allá de una docena de allegados
sería caer en el autoengaño más absoluto. Y me pongo como ejemplo. Jamás leo
estas novelas autopublicadas por gente que firma en las redes como fulanitEdetalESCRITOR. Primero porque
si tengo que leer algo que sea de mis clásicos preferidos, a poder ser; segundo
más importante, es porque esa gente que quiere venderte su libro por las redes,
y te hace spam, escriben muy mal la mayoría de las veces. Escriben peor que yo
y no peco de soberbia: lo que cuentan está más sobado que la pipa de un indio, aunque
esto último para mí no es impedimento con el estilo correcto. Pero yo hilo aquí
fino y digo, si puedo tener más pericia a la hora de juntar letras que muchos
que tienen esa inconsciencia, pero no es suficiente. Compararse con el barro no
sirve si quiero ser un cuerpo sólido cristalino.
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El eterno retorno. Esto me salió ayer en Timehop...
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Y es por esto, y por algunas
cosas más que considero de lo más innecesario que yo escriba mi novela. Entre
esos pluses está el sufrimiento y la frustración, el desánimo y darse cuenta
uno que a lo mejor no nació con dotes suficientes o con la templanza necesaria
o con la lucidez del que se sabe sacar partido a sí mismo. En estos días pienso
en mi futuro y en volver a preparar oposiciones para salir de una vida que no
me satisface en absoluto, y me pregunto si seré capaz de realizar la proeza del
estudio. Porque el estudio, que en términos relativos sí es necesario para
conseguir lo que quiero, es anodino, pesado, y además me trae tantos fantasmas
del pasado que quizá tiente al destino destapando otra vez esta caja del
diablo. Empecé el sábado y termino en domingo este post tan innecesario como el
resto de cosas que hago habitualmente en mi vida. Pero esto no me cuesta
trabajo, amigos, a escribir post me refiero. Y a lo mejor si saco mierdas, mi
cabeza me lo recompensa con una siesta provechosa. ¿Quién sabe?
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