Soñé que tenía que volver al instituto. Hace tiempo que no
aparecían estos retrocesos académicos; antes eran abundantes en mis aventuras
por el otro lado. El caso es que debía volver —creo que— a tercero de BUP y
había que estudiarlo fuera de casa —¿?—. Debía trasladarme a una ciudad
indeterminada, mezcla de Granada, Madrid
y Castro, pues había retazos de todos esos lugares.
Mi primera visión fue la de la vuelta a las clases, que se
situaban al lado del Ayuntamiento, en la Plaza. En la realidad ese lugar es la
tienda de la Ana —la de Juanillo Gil—, a dos minutos de casa,
donde compro mis Pepsi Max, los Halls y en otros tiempos, cantidades
ingentes de porquerías deliciosas. Saludé a dos chavalas de Espejo —pueblo
vecino, cuyos bachilleres acudían a Castro—, Mari Asun y otra de recuerdo vago, que también parecían obligadas a
regresar al instituto por ese imperativo misterioso. Hace catorce años que no
veo a ninguna de las dos en el mundo vigil. Era de noche. Las clases eran como
las de la facultad, muy grandes, pero con los bancos y sillas de BUP. Enormes
barracones tétricos y gran confluencia y algarabía de gente más joven. Incluso
en el sueño me parecía muy raro tener que volver allí. Cuando salí todo se
había teletransportado a otro sitio, también de mi pueblo, curiosamente el Instituto Antiguo, sito en Llano del Convento, en el que jamás
recibí clases oficiales, tan solo Tae Kwon Do
varios años y solfeo accidentalmente.
No sé muy bien como llegué al piso donde vivía. Se correspondía
a una mezcla de las escaleras de otro sueño que tuve un día con mi primer piso
en Granada, en el Barrio de los Doctores —Plaza de Toros—. Las escaleras eran
de ese otro sueño, enormes, de madera, como una enorme colmena de puertas que
deban al hueco de un ascensor que pendía en el centro de un patio cubierto. Eran
de materiales nobles, maderas, azulejos, vidrieras, muy viejo todo, percudido,
como otras tantas veces. Compartía con mi primo Gaspar y con Fran, los
dos compañeros eternos. Es curioso que teníamos viviendo con nosotros a nuestra
portera de mi último piso —sito entre Camino
de Ronda y Gonzalo Gallas (GR)—, porque parece ser que por tocas nos la
turnábamos en el bloque, como pago a sus servicios de tantos años, aunque no
daba trabajo. En la vida real la señora había estudiado técnicas de
interrogatorio y disuasión en la Gestapo o en algún sitio parecido; era
muy persuasiva y chantajista, pequeña y con ojos de perro pachón, tenía un brío
envidiable. Nosotros la sobornábamos con naranjas que el padre de Fran traía
por sacos y como tampoco éramos los típicos estudiantes escandalosos nos tenía
aprecio.
El caso es que una de mis rutinas diarias en el sueño era llevar
un café con leche todos los días en un sobre al Zurdo, que vivía en un sitio cercano, ya más parecido a la Glorieta de Bilbao (MA) y aledaños. Se
lo dejaba en una enorme ranura de buzón de una puerta señorial, en una casa que
ocupaba cerca de una manzana de pisos. En mi sueño, al menos, Fernando había
logrado nuestro anhelo de casa solariega, pero en pleno Madrid. Uno de los días
entré en la vivienda, que entonces tenía ajardinado acceso, porque me avisó por
Facebook y me presentó a dos señores que no conocía, uno arqueólogo o algo
parecido y otro supongo que sería su zenmaister, aunque después no se
corresponde con las fotos de él que conozco. Fernando aparecía como Homer en el recordatorio de los Cuentos
de Terror de la Casa del Árbol al Cuervo de Alan Poe. Bata suntuosa roja, cabello blanco y liso, gafas oscuras,
afeitado —como la primera vez que nos vimos en la puerta del Látex—. Las
paredes eran librerías, y en un pequeño comedor entre los anaqueles rebosantes
de volúmenes vetustos, había una mesa camilla —aun habiendo chimenea de esas como
uno mismo de altas—, un sofá y una tele gigantesca, aunque de las antiguas, no de
las planas. Hacíamos planes para ir a comer cochinillo, pero como rémora del
pasado alegaba yo que ese fin de semana iba a mi pueblo. Al final, trocando
varios asuntos —uno recuerdo que era de los misterios de unas catedrales ¿?— quedamos
en que después de salir de clase yo el viernes —que venía a ser en el sueño,
como a los dos días— íbamos a comer cochinillo, y después iríamos a tocar café
y churros al sitio que fuimos la otra vez —intuyo que una mezcla de Café Comercial y otros lugares del Barrio de las Maravillas—.
Es entonces justo ahí cuando suena el despertador. Cojo el
teléfono para apagarlo y aún con los
ojos pegados, como es habitual en mí, miro las notificaciones que en silencio
han ido llegando durante el sueño. Tenía un aviso de twitter, que no suelo yo
usar. Era una mención de la simpar
Jimina Sabadú (a la que profeso una fe inaudita —en mí— y un amor casi desmesurado) que me instaba a escuchar al Zurdo por la radio.
En un primer momento, he de confesar, algo chirrió en mis
neuronas aun aletargadas cuando combiné en mi mente Fernando Márquez y M21, la
radio de Carmena.
De esa casualidad ha nacido este post, pues lo más seguro es
que sin la conversación posterior con Jimi
y con Patricia Godes, a la que aseguré
que contaría esto por escrito cuando tuviera 10 minutos, no estarían ustedes
leyendo esto. Escuché el programa y oí a un Fernando ronco, pero inasequible al
desaliento en el bullir de ideas, en sus restropecters y en su afán de conectar
asuntos varios —a veces pienso que tiene en esa cosmogonía tan particular una
TEORÍA DEL TODO—.
Esos diez minutos han llegado pasados seis días, pero hasta esta tarde otoñal
de Mayo tardío no he encontrado el momento para ponerlo todo en claro.
Es curioso como la vida y los sueños se retroalimentan, y
cada día me resulta más difícil creer —qué gran debate interno, por el Gran
Cthulhu, con mi yo dominante más racional— que los episodios oníricos no tengan
algún cometido más allá del reciclaje de recuerdos. No digo que sea nada
ikeriano, mas al menos siempre han sido fuente de escritura y conversación —que
no es moco de pavo— y de ciertos misterios que dejo para otro día.