martes, 29 de mayo de 2018

En cualquier siesta (sueño)

 

Soñé que tenía que volver al instituto. Hace tiempo que no aparecían estos retrocesos académicos; antes eran abundantes en mis aventuras por el otro lado. El caso es que debía volver —creo que— a tercero de BUP y había que estudiarlo fuera de casa —¿?—. Debía trasladarme a una ciudad indeterminada, mezcla de Granada, Madrid y Castro, pues había retazos de todos esos lugares.
Mi primera visión fue la de la vuelta a las clases, que se situaban al lado del Ayuntamiento, en la Plaza. En la realidad ese lugar es la tienda de la Ana —la de Juanillo Gil—, a dos minutos de casa, donde compro mis Pepsi Max, los Halls y en otros tiempos, cantidades ingentes de porquerías deliciosas. Saludé a dos chavalas de Espejo —pueblo vecino, cuyos bachilleres acudían a Castro—, Mari Asun y otra de recuerdo vago, que también parecían obligadas a regresar al instituto por ese imperativo misterioso. Hace catorce años que no veo a ninguna de las dos en el mundo vigil. Era de noche. Las clases eran como las de la facultad, muy grandes, pero con los bancos y sillas de BUP. Enormes barracones tétricos y gran confluencia y algarabía de gente más joven. Incluso en el sueño me parecía muy raro tener que volver allí. Cuando salí todo se había teletransportado a otro sitio, también de mi pueblo, curiosamente el Instituto Antiguo, sito en Llano del Convento, en el que jamás recibí clases oficiales, tan solo Tae Kwon Do  varios años y solfeo accidentalmente.
No sé muy bien como llegué al piso donde vivía. Se correspondía a una mezcla de las escaleras de otro sueño que tuve un día con mi primer piso en Granada, en el Barrio de los Doctores —Plaza de Toros—. Las escaleras eran de ese otro sueño, enormes, de madera, como una enorme colmena de puertas que deban al hueco de un ascensor que pendía en el centro de un patio cubierto. Eran de materiales nobles, maderas, azulejos, vidrieras, muy viejo todo, percudido, como otras tantas veces. Compartía con mi primo Gaspar y con Fran, los dos compañeros eternos. Es curioso que teníamos viviendo con nosotros a nuestra portera de mi último piso —sito entre Camino de Ronda y Gonzalo Gallas (GR)—, porque parece ser que por tocas nos la turnábamos en el bloque, como pago a sus servicios de tantos años, aunque no daba trabajo. En la vida real la señora había estudiado técnicas de interrogatorio y disuasión  en la Gestapo o en algún sitio parecido; era muy persuasiva y chantajista, pequeña y con ojos de perro pachón, tenía un brío envidiable. Nosotros la sobornábamos con naranjas que el padre de Fran traía por sacos y como tampoco éramos los típicos estudiantes escandalosos nos tenía aprecio.

El caso es que una de mis rutinas diarias en el sueño era llevar un café con leche todos los días en un sobre al Zurdo, que vivía en un sitio cercano, ya más parecido a la Glorieta de Bilbao (MA) y aledaños. Se lo dejaba en una enorme ranura de buzón de una puerta señorial, en una casa que ocupaba cerca de una manzana de pisos. En mi sueño, al menos, Fernando había logrado nuestro anhelo de casa solariega, pero en pleno Madrid. Uno de los días entré en la vivienda, que entonces tenía ajardinado acceso, porque me avisó por Facebook y me presentó a dos señores que no conocía, uno arqueólogo o algo parecido y otro supongo que sería su zenmaister, aunque después no se corresponde con las fotos de él que conozco. Fernando aparecía como Homer en el recordatorio de los Cuentos de Terror de la Casa del Árbol al Cuervo de Alan Poe. Bata suntuosa roja, cabello blanco y liso, gafas oscuras, afeitado —como la primera vez que nos vimos en la puerta del Látex—. Las paredes eran librerías, y en un pequeño comedor entre los anaqueles rebosantes de volúmenes vetustos, había una mesa camilla —aun habiendo chimenea de esas como uno mismo de altas—, un sofá y una tele gigantesca, aunque de las antiguas, no de las planas. Hacíamos planes para ir a comer cochinillo, pero como rémora del pasado alegaba yo que ese fin de semana iba a mi pueblo. Al final, trocando varios asuntos —uno recuerdo que era de los misterios de unas catedrales ¿?— quedamos en que después de salir de clase yo el viernes —que venía a ser en el sueño, como a los dos días— íbamos a comer cochinillo, y después iríamos a tocar café y churros al sitio que fuimos la otra vez —intuyo que una mezcla de Café Comercial y otros lugares del Barrio de las Maravillas—.

Es entonces justo ahí cuando suena el despertador. Cojo el teléfono para apagarlo y aún  con los ojos pegados, como es habitual en mí, miro las notificaciones que en silencio han ido llegando durante el sueño. Tenía un aviso de twitter, que no suelo yo usar. Era una mención de la simpar Jimina Sabadú (a la que profeso una fe inaudita —en mí— y un amor casi desmesurado) que me instaba a escuchar al Zurdo por la radio.


En un primer momento, he de confesar, algo chirrió en mis neuronas aun aletargadas cuando combiné en mi mente Fernando Márquez y M21, la radio de Carmena
De esa casualidad ha nacido este post, pues lo más seguro es que sin la conversación posterior con Jimi y con Patricia Godes, a la que aseguré que contaría esto por escrito cuando tuviera 10 minutos, no estarían ustedes leyendo esto. Escuché el programa y oí a un Fernando ronco, pero inasequible al desaliento en el bullir de ideas, en sus restropecters y en su afán de conectar asuntos varios —a veces pienso que tiene en esa cosmogonía tan particular una TEORÍA DEL TODO—.



Esos diez minutos han llegado pasados seis días, pero hasta esta tarde otoñal de Mayo tardío no he encontrado el momento para ponerlo todo en claro.


Es curioso como la vida y los sueños se retroalimentan, y cada día me resulta más difícil creer —qué gran debate interno, por el Gran Cthulhu, con mi yo dominante más racional— que los episodios oníricos no tengan algún cometido más allá del reciclaje de recuerdos. No digo que sea nada ikeriano, mas al menos siempre han sido fuente de escritura y conversación —que no es moco de pavo— y de ciertos misterios que dejo para otro día.