Estos primeros días de Septiembre, hasta cierto punto
otoñales, pero tiende de nuevo a veranillo postrero, han sido bastante
contemplivos.
He pensado sobre algunas cosas sobre mis habilidades y demás.
Me explico.
Durante mucho tiempo —y creo que aún sigo pensándolo— escribir una novela
pasaba por ser el súmmum de mi éxito individual. Pero claro yo quería escribir
un libro de ficción alucinante, fascinante y sobre todas las cosas, bien
escrito. Yo no quiero escribir un libro por escribir un libro, mi pequeña
ambición es que sea un texto que guste al menos a los lectores que más respeto:
lo de la literatura real. Pero nunca lo he hecho. Mi boceto de una novela sobre
un viaje a la Antártida, que he referido muchas veces, sigue inconcluso y hay
miles de ideas que bullen pero que son como las estrellas fugaces en las noches
de San Lorenzo, polvo, piedras o mierda de astronauta brillando antes de
calcinarse. Nunca las suelo apuntar ya, porque ¿pa qué? Sé positivamente que
jamás escribiré esa novela, ni ninguna otra. No pienso terminar una cosa por
acabarla siendo sólo un amasijo de frases sin coherencia formal, sin ningún
peso, sin ninguna enjundia.
Me quedo mirando a un punto fijo incierto y lejano, más allá
de la pared o el techo que contemplo. Paralizado tengo que juntar las ganas para
hacer cualquier cosa. No ya algo levemente artístico, sino lo meramente
funcional. Levantarme de la cama, enfundarme la pierna en una bolsa de plástico
para ducharme, hacer la comida o la cena… Al final lo hago a duras penas. El
trabajo lo hago más por inercia, aunque procrastino un poco siempre que puedo.
Vivir con dolor tendrá algo que ver en todo esto, supongo, pero el desencanto
venía ya de antes. ¿Quién sabe cuál lejano es? La anhedonia es un hecho, solo interrumpida
por unos garfios que desgarran mi carne desde dentro. En realidad, las venas
oprimiendo henchidas de sangre retenida. A diferencia de otros episodios de
vacío, no estoy ni triste ni demasiado ansioso, tan sólo noto que la vida es insípida,
pasa rápido y no ofrece ningún aliciente. Desganado estoy, aunque ojalá también
lo estuviese mi boca y mi barriga… lo soporto bien pero es mejor comer a diente
libre y sin cribar alimentos con el tamiz de mi vergüenza ante la báscula.
Todo esto lleva a pasearme por los días y las semanas como una
madera a la deriva con el piloto de las corrientes como único navegador. Vivir
tan al día tiene la ventaja de no agobiarse por el futuro, pero por otra parte “malgastas”
tiempos en entretenimientos vacuos de internet. ¡Qué feliz sería si leer no me
agobiase tanto! Lo intento y lo intento, y solo logro acabar algún tebeo suelto
o un artículo de algo que me interese. Quiero ver series largas y densas, de
esas que tanto me gustan, pero tampoco lo consigo.
Esto ya lo he contado mil veces por aquí. Debiera hacer dieta también de internet
y sus pamplinas, de ese fastfood interminable de reels, fotos, videos y
canciones espantosas… pero alivia mi maldito sino de niño gordo, de adolescente
stalinista, de adulto stajanovista fake que lo único que quiere es descansar y
cuando puedo descansar hay algo —ora dolores ora nervios— que no me deja y es
cuando la vida, que ya perdió su encanto y su brillito, aparece cruda, llena de
muerte y artificio. Cuando me pongo así tengo la distorsión —pero también una
seguridad de que eso esconde una verdad— de que nadie me soporta, que sólo
vienen por un interés oculto, pero viene tan poca gente en realidad.
El trabajo
lleva acarrado una preocupación monetaria que me agobia, siempre facturas,
siempre hay que acordarse de una burocracia o el pago tal o hacerlas para ganar
el sustento. Quizá por eso llevo mal los constantes gurús ultraliberales
siempre con el dinero en la boca y las conversaciones sobre el tema. Por eso
quizá me siento cada vez más atraído por regímenes imposibles del pasado y por
los países antiguos no alineados con Occidente, cuna de mucho sufrimiento del
mundo actual. Ni me importan vuestros coches, vuestro fútbol, las polémicas del
día, vuestros grupos ni vuestra música, vuestras bodas de mierda, vuestro salir
los findes, vuestros viajes como si fueseis exploradores y no dejáis de ser
turistas pedantes, todo ese oropel… en fin, que me embalo.
Algo ha desecado la burbuja mameluca, y puede que sea que se ha podrido el
núcleo.
Al final cuando vives en esta zozobra el problema es todo y uno mismo.