miércoles, 30 de enero de 2019

Primera entrada del 2019




Debería estar escribiendo cosas sustanciosas para la próxima entrega de Línea de Sombra, pero no me sale nada de lo que he empezado, así que voy a ver si haciendo este ejercicio de blogueo se me desentumecen las falanges y las meninges.

No tengo nada de interés que contar. Cosas que contar tengo siempre, y si hiciese caso a mis impulsos diarios llevaría un blog con tres o cuatro entradas por semana, como antaño, pero me corta el enfrentarme a mis limitadas destrezas, al trabajo que tengo casi siempre y al final, la baza principal es si merece la pena que invierta un rato en escribir algo si al final le va a importar bastante poco a la mayoría de los lectores potenciales que pudiese tener, si es que queda ya alguno. Recuerdo con cierta nostalgia de mí mismo cuando eso no era impedimento para soltar mis rollos; era un asunto terapéutico entre mis problemas mentales y la posibilidad de darles una salida sin que la cabeza se me recociera y se me pasaran los sesos por agua. Ahora suelto alguno en Instagram, ya casi nunca por Facebook, con lo que he sido. No aguanto ver muros llenos de ponzona, de la carroña diaria de la compartición de lo compartido por alguien que ya lo compartió. Mi presente son cuchillos, cuerdas, carne y dibujos. Es lo que miro, y las fotos e historias de personas a las que aprecio o a las que admiro.

Si no me encuentran búsquenme aquí.
Suelo estar allí siempre intentando llamar la atención...
Hoy me he decidido e escribir aquí de nuevo, como si fuese un exorcismo, una salida a los días aciagos que me consumen, un ardiente clavo al que agarrarse cuando todo me resulta tan tedioso… Bueno, hay cosas y personas que me salvan un poco y me dan alegrías, mas jamás esperanza, pues soy yo el que vivo conmigo; ser menguante en busca de una forma que nota su deformidad a medida que avanza en la búsqueda. Cuando uno es turgente como una cebolla tierna, llena de agua y con tierra aún en sus raíces, aunque sea una ruina por dentro, se siente lozano en su enormidad; cuando cada día eres más pellejos y huesos anchos y las ojeras que siempre estuvieron se marcan como babosas con problemas de circulación y el cartón más que tonsura es kipá de hebreo. Envejecer es normal; los años pasan para todos, pero lo peor es ese cúmulo de tiempo perdido en cosas como escribir esto. Por eso creo que no escribo las tonterías que se me ocurren todos los días. Hace patente que el tiempo pasa y que nada de esto merece la pena de veras. La soledad es fría ahora, ardiente en verano, pacífica muerte en vida del deseo que se mantiene como órgano no sé si vestigial o amputado, no sé si miembro fantasma o subdesarrollo de habilidades. Es mortecino el tema último y severo, el que me guardo y solo digo al que quiera escucharme. Si fuera un loco más enfermo, la patología derivaría en terreros muy oscuros, más terribles y más escabrosos. La sordidez tomaría el relevo de la mera inocencia culpable; pero no, simplemente me dejo consumir en días anodinos sin apenas lecturas que antes eran un oasis —quizá un espejismo— de salvación. Al final la cotidianidad no va a tener cura, y mi destino, por mi falta de habilidades, que es manifiesta y palpable, se compone de un futuro incierto, una muerte prematura —pese al esfuerzo de estos últimos años— y un sutil recuerdo entre los que alguna vez me conocieron. Seré un tema de conversación de pasada en la sobremesa de comidas familiares, como tantos otros muertos insignificantes, como casi todos los muertos del mundo. Seré el hijo de mi madre, el primo de mi prima o el cuñado de mi cuñado. Muerto sí. Ese que estuvo tanto tiempo estudiando y después se metió en la imprenta de su padre, y que no estaba muy bien. Como dicen en mi pueblo el tenía un poco de “represión” y tenía los nervios malos. El que era ese niño tan gordísimo y después, pues ya después no tanto. No me atormentan estas visiones de mi vida sin mí, pero me rondan por la cabeza últimamente.
Creo que casi nadie sabe por lo que paso realmente pues me he vuelto muy hermético con los años. Como comentaba el otro día a mi psicóloga: yo antes era más gracioso. Era más gracioso no de los tronchantes, sino de utilizar más el humor como un arma defensiva ante este mundo tan desgraciado. Desde que escogí la burbuja, desde que vivo solo, —tal día como hoy de hace tres años celebraba mi housewarming— me he alejado progresivamente de la risa, remedio infalible…

Ya es por la tarde.

El caso es que yo debería estar escribiendo una disertación profana sobre la patata —mi ideaca para engrosar mis entradas shadowliners—, el artículo de los cuatro westerns de Clint o en la modificación eterna de la novela de la Antártida, que si antes ocurría en tres tiempos a la vez, ahora ocurre en cuatro. Quiero terminar mi continuación apócrifa de En las montañas de la locura antes de morir, no porque vaya a ser una cosa buena, sino es por terminar algo de calado más profundo de lo acostumbrado, algo que no sea una idiotez como esto que ahora leen, algo que esté bien escrito, sin prisas ni bocajarros, que no sea un avenate.
Yo creo en último término que sufro tanto por todo porque en el fondo de mis capas y capas de tonterías, pena, conmiseración, quejitas y desesperados intentos —y tan ineficaces, por otro lado— de que me hagan caso, hay algo que me hace confiar en que puedo hacer algo bien si puedo encontrar un momento idóneo para hacerlo. Creo que necesitaré para ello paz absoluta, mindfulness extremo o que me toque la lotería... o que sepa positivamente que me muero. Si es esto último, ¡vaya acicate de mierda! En fin, cierro y corto. Ya está bien por hoy.

Si de veras le ha gustado esto, se lo agradezco. Denle al like o send nudes. Si no les ha gustado, dudo mucho que hayan llegado aquí. Send nudes, anyway. Gracias. 
Adiós.