Debería estar escribiendo cosas sustanciosas para la próxima
entrega de Línea de Sombra, pero no me sale nada de lo que he empezado, así que
voy a ver si haciendo este ejercicio de blogueo se me desentumecen las falanges
y las meninges.
No tengo nada de interés que contar. Cosas que contar tengo
siempre, y si hiciese caso a mis impulsos diarios llevaría un blog con tres o
cuatro entradas por semana, como antaño, pero me corta el enfrentarme a mis limitadas
destrezas, al trabajo que tengo casi siempre y al final, la baza principal es
si merece la pena que invierta un rato en escribir algo si al final le va a
importar bastante poco a la mayoría de los lectores potenciales que pudiese
tener, si es que queda ya alguno. Recuerdo con cierta nostalgia de mí mismo
cuando eso no era impedimento para soltar mis rollos; era un asunto terapéutico
entre mis problemas mentales y la posibilidad de darles una salida sin que la cabeza
se me recociera y se me pasaran los sesos por agua. Ahora suelto alguno en Instagram,
ya casi nunca por Facebook, con lo que he sido. No aguanto ver muros llenos de
ponzona, de la carroña diaria de la compartición de lo compartido por alguien
que ya lo compartió. Mi presente son cuchillos, cuerdas, carne y dibujos. Es lo
que miro, y las fotos e historias de personas a las que aprecio o a las que
admiro.
Si no me encuentran búsquenme aquí. Suelo estar allí siempre intentando llamar la atención... |
Hoy me he decidido e escribir aquí de nuevo, como si fuese
un exorcismo, una salida a los días aciagos que me consumen, un ardiente clavo
al que agarrarse cuando todo me resulta tan tedioso… Bueno, hay cosas y
personas que me salvan un poco y me dan alegrías, mas jamás esperanza, pues soy
yo el que vivo conmigo; ser menguante en busca de una forma que nota su
deformidad a medida que avanza en la búsqueda. Cuando uno es turgente como una
cebolla tierna, llena de agua y con tierra aún en sus raíces, aunque sea una
ruina por dentro, se siente lozano en su enormidad; cuando cada día eres más
pellejos y huesos anchos y las ojeras que siempre estuvieron se marcan como
babosas con problemas de circulación y el cartón más que tonsura es kipá de
hebreo. Envejecer es normal; los años pasan para todos, pero lo peor es ese
cúmulo de tiempo perdido en cosas como escribir esto. Por eso creo que no
escribo las tonterías que se me ocurren todos los días. Hace patente que el
tiempo pasa y que nada de esto merece la pena de veras. La soledad es fría
ahora, ardiente en verano, pacífica muerte en vida del deseo que se mantiene
como órgano no sé si vestigial o amputado, no sé si miembro fantasma o
subdesarrollo de habilidades. Es mortecino el tema último y severo, el que me
guardo y solo digo al que quiera escucharme. Si fuera un loco más enfermo, la
patología derivaría en terreros muy oscuros, más terribles y más escabrosos. La
sordidez tomaría el relevo de la mera inocencia culpable; pero no, simplemente
me dejo consumir en días anodinos sin apenas lecturas que antes eran un oasis —quizá
un espejismo— de salvación. Al final la cotidianidad no va a tener cura, y mi
destino, por mi falta de habilidades, que es manifiesta y palpable, se compone
de un futuro incierto, una muerte prematura —pese
al esfuerzo de estos últimos años— y un sutil recuerdo entre los que alguna vez
me conocieron. Seré un tema de conversación de pasada en la sobremesa de
comidas familiares, como tantos otros muertos insignificantes, como casi todos
los muertos del mundo. Seré el hijo de mi madre, el primo de mi prima o el
cuñado de mi cuñado. Muerto sí. Ese que estuvo tanto tiempo estudiando y
después se metió en la imprenta de su padre, y que no estaba muy bien. Como
dicen en mi pueblo el tenía un poco de “represión” y tenía los nervios malos.
El que era ese niño tan gordísimo y después, pues ya después no tanto. No me
atormentan estas visiones de mi vida sin mí, pero me rondan por la cabeza
últimamente.
Creo que casi nadie sabe por lo que paso realmente pues me
he vuelto muy hermético con los años. Como comentaba el otro día a mi psicóloga:
yo antes era más gracioso. Era más gracioso no de los tronchantes, sino de
utilizar más el humor como un arma defensiva ante este mundo tan desgraciado.
Desde que escogí la burbuja, desde que vivo solo, —tal día como hoy de hace tres
años celebraba mi housewarming— me he alejado progresivamente de la risa,
remedio infalible…
Ya es por la tarde.
El caso es que yo debería estar escribiendo una disertación profana
sobre la patata —mi ideaca para engrosar mis entradas shadowliners—, el artículo
de los cuatro westerns de Clint o en la modificación eterna de la novela de la
Antártida, que si antes ocurría en tres tiempos a la vez, ahora ocurre en
cuatro. Quiero terminar mi continuación apócrifa de En las montañas de la
locura antes de morir, no porque vaya a ser una cosa buena, sino es por
terminar algo de calado más profundo de lo acostumbrado, algo que no sea una idiotez
como esto que ahora leen, algo que esté bien escrito, sin prisas ni bocajarros,
que no sea un avenate.
Yo creo en último término que sufro tanto por todo porque en
el fondo de mis capas y capas de tonterías, pena, conmiseración, quejitas y
desesperados intentos —y tan ineficaces, por otro lado— de que me hagan caso,
hay algo que me hace confiar en que puedo hacer algo bien si puedo encontrar un
momento idóneo para hacerlo. Creo que necesitaré para ello paz absoluta,
mindfulness extremo o que me toque la lotería... o que sepa positivamente que me
muero. Si es esto último, ¡vaya acicate de mierda! En fin, cierro y corto. Ya
está bien por hoy.
Si de veras le ha gustado esto, se lo agradezco. Denle al like o send nudes. Si
no les ha gustado, dudo mucho que hayan llegado aquí. Send nudes, anyway.
Gracias.
Adiós.