martes, 25 de julio de 2023

Sueño de una noche de Santiago

 


Hoy volví a soñar con exámenes.

Estaba trabajando en la imprenta, pero aún así me quedaban algunas asignaturas para acabar la carrera. Por mi habitual desempeño al pie de la Xerox no iba a clase y, claro, estaba perdido más perdido que el barco del arroz.

Eran de dos asignaturas diferentes, una relacionada con física —pues la profesora era la que me dio Física las distintas veces que la cursé, Inmaculada Domínguez— y otra con la Geología Estructural. Esto es lo más curioso. El profesor con nombre marroquí inventado era en realidad un pakistaní que estuvo en la facultad haciendo la tesis y del que jamás supimos su nombre, aunque mi amigo Raef lo bautizó como Farala, por aquello de «tenemos nueva chica en la oficina» la primera vez que lo vimos entrar en la cafetería.

Ambos exámenes eran una mezcla de tipo test y preguntas muy cortas. Cuando llegué a hacerlos la gente aún estaba en una extraña clase en una zona porticada y había transparencias de sinclinales y anticlinales. Daba clases el señor pakistaní, pero con un acento muy de aquí, supongo que por referencias a mi profe de matemáticas, Paco, que era de Pulianas (Granada) pero converso al Islam. Al salir de la clase estábamos en una mezcla de la puerta del Aula Magna de la Facultad de Ciencias y un bar de mi pueblo, Las Palmeras. Había mucha gente de mi pasado, pero ya desconocía sus nombres e incluso sus caras. De repente vi a uno que empezó conmigo en año 94, que iba tan poco al clase que le llamábamos el «nuevo». Temía no acordarme de su nombre, pero no. Era Antonio. Antonio Marín Quiñones, me decía para mí mismo. Su cara era tan nítida que le venía la cara recién afeitada y sonrosada con singular definición.

Los exámenes empezaron en esa parte como de claustro antiguo. Unas mesas gigantes nos acogían. No estábamos ordenado sino desparramados; algunos se sentaban en escaleras que conducían a una luminosa puerta al fondo. Todo tenía un sabor muy antiguo, casi escolástico. Nos repartieron unos volúmenes. Eran las pruebas. Las preguntas venían precedidas de textos larguísimos. Ambos constaban de mil preguntas. O sea, teníamos que hacer dos mil preguntas sin tiempo definido. Y leernos esos prólogos farragosos.

Me percaté de que el de física era más una encuesta que un examen. Creo que explicaron que servía para la tesis de alguien y que lo rellenáramos. Pensé que vaya tongo de estadística, obligando a unos alumnos ciertamente avejentados —todos estaban alrededor de mi provecta edad— a colaborar con la tesis de un desconocido con preguntas bastante personales y muy al buen tún tún. No recuerdo ninguna ahora, pero era como esas encuestas que hacen por teléfono si has visto un chicle tal por la tele en el último mes.

Del otro sí que me acuerdo. Era un examen interminable que iba mutando con el tiempo. En un principio fue un volumen, pero después empezó a tener anexos y anexos y el profesor decía que es que ya nos había dado tiempo de leer los libros durante todo el cuatrimestre. Yo languidecía leyendo tediosos párrafos que ya poco tenían que ver con la geología estructural. Eran mil preguntas y para responderlas sólo me quedaban 36 horas o suspendería.

Para contestar algunas tenías que haber leído libros completos. Íbamos cambiando de sitio. Una plaza con bar con grandes ficus estilo Murcia, donde el profesor que ya había dejado de ser pakistaní para transformarse en un español tipo cantautor, me dijo que como no pagara no podía seguir haciendo el examen. Fui a un cajero en el hall de la facultad que a su vez contenía a la plaza, el bar y los ficus gigantes. Metí mi tarjeta y me decía que llevaba cuatro convocatorias y ninguna pagada. ¡Qué desazón! No recordaba haber agotado ninguna de ellas. Empecé a sentir lo mismo que sentía por aquel entonces cuando estudiaba. Un asco, un agobio tal que me anulaba. Me escupía la tarjeta porque no me sabía el pin… —eso es justamente lo que me pasa ahora—… estaba agobiándome porque anochecía. Por casualidad mi padre pasaba por allí y le pedí prestada la suya con miedo a que me dijese algo por estar haciendo exámenes sin pagar la matrícula. No, me la dejó y pagué y en la pantalla del cajero salió un mensaje con el tiempo que quedaba para que acabase dicha convocatoria. Menos de 24 horas.

Me dirigí a la mesa y de repente ahora estamos a la intemperie, en la explanada de fuera de la facultad. No había coches ni casi luces. Una vegetación más frondosa de la que recordaba cuando yo iba, selvática; y como en mucha de las ocasiones que sueño con estas cosas de la universidad el edificio se veía abandonado y sucio, surcado de grietas y raíces. La luz que nos iluminaba era azulada y venía de unas estrellas que estaban cerquísima de nosotros…

 Seguía rellenando preguntas y preguntas. Unas veces una simple x. Otras había que poner parrafadas textuales de los libros a los que se aludía y yo lo veía imposible. Podías consultarlo porque el libro estaba incluido en el examen. Una especie de código QR hecho de estrellas permitía meterte dentro del libro, que estaba escrito en el cielo y transitar por las letras y las historias que se formaban con enormes figuras delimitadas por líneas azul pálido en el firmamento. Cuestiones sobre el origen del Cosmos y la conciencia, sobre el mismo ser. Me desesperaba más y más. El profesor no se cansaba de decir que tiempo habíamos tenido de leerlos, pero a mí se me antojaban vastísimos, inabarcables, ilegibles en su redacción y conclusiones. Algunas preguntas eran muy fáciles, otras como ecuaciones del pensamiento indescifrables para mí. La gente iba acabando los mamotretos y dejando sus exámenes encima de una mesa llena de polvo.

De nuevo en el claustro. Tenía luz y tranquilidad de hora de la siesta. Había acabado hacía mucho en una extraña habitación el de físicas, o eso recordaba, pero en el que había sido de estructural me quedaban muchísimas preguntas. A mí ya me daba igual suspender o aprobar. El único que seguía haciendo el examen era yo y el profesor discutía sobre verdades filosóficas con unas alumnas que habían acabado ya, con una arrogancia y una chulería que se acercaba al acoso. Algo me obligaba a seguir allí, ya repasando esas páginas sin ton ni son, escribiendo con mi pluma azul pequeños apuntes en negro en los márgenes para aclararme sin conseguirlo. Estaba comenzando ya a llorar de impotencia.

Entonces me desperté. Me estaba meando. Eran las ocho —quince minutos antes del despertador— y la luz entraba ya fuerte por el hilillo de puerta abierta del cuarto de baño. Dormí casi siete horas del tirón. He soñado otras cosas que me angustiaron mucho también, pero ahora no las recuerdo. Estaba cansadísimo y tuve que darme otros tres cuartos de hora de sueño para incorporarme al mundo vigil.

No sé si soñé. Pero la sensación continuó hasta que sonó el despertador.
Hasta ahora que son casi las tres de la tarde.

viernes, 21 de julio de 2023

Hoy ha tocado autocensura (en Instagram). Tomorrow never knows.

 


Hoy me autocensurado con lo que tenía pensado hacer para las redes.
Iba sobre el despotismo científico. Todo por la ciencia, pero sin la ciencia. Creo que rezaba así mi pensamiento. No, no es dar la razón a aquellos que dicen que la ciencia es la nueva religión… sino explicar porque se percibe así. Vivimos en una sociedad donde el sentimiento gana a la razón por goleada. Sin razón, sin frialdad, sin asepsia, no hay ciencia. Ni sin paciencia, que, aunque parezca un pareado facilón, tiene mucha razón; mas en el tiempo del fast-thinking, de la premura informática, del miedo a perderse lo último, la premisa es la demagogia por encima de la argumentación. Igual vivo yo en un mundo que ya no existe. Los negacionistas de ciertas cosas batallan contra unos objetivos cara a la galería que son difícilmente realizables, aunque sean deseables, no seré yo quien lo niegue.  Todo es basado en tremendos estudios sesudos hechos por… publicistas. La ciencia te puede decir que provoca una cosa u otra y puede dar una solución para resolver x problema. Pero ya está. Y es que de lo que se habla últimamente es de una ciencia aplicada ingenieril ligada a grandes empresas que la gente aplaude como si fuesen corrientes ideológicas que han surgido de los pueblos. ¡Craso error! En nuestro mundo la ciencia, el saber por el saber, nunca ha sido una prioridad. Que se lo pregunte a los miles de investigadores de este país, por ejemplo. Mal pagados, siempre dependiendo de becas, viviendo al chorreíllo de las sobras. Sus enormes esfuerzos y trabajos solo tienen su repercusión en mamarrachonoticias de curiosidades o si tienen que ver con algo que políticamente interese. Muchos de esos a los que se les llena la boca de ciencia después para otros temas no son tan escrupulosos con el método y basan sus creencias en pseudociencias o directamente en pura chafardería elaborada por un complejo aparataje sociológico. Y si te paras y dices: yo no voy a comulgar con ruedas de molino, te equiparan con un negacionista. ¿Han visto mayor estupidez? Yo digo apliquen el método científico bien y te contestan la ciencia dice esto y eres un inmoral y un retrogrado por pensar así. Y lo que me gusta a mí es ser desapasionado y realista, quizás con una subjetivad un poco ceniza, eso sí, porque nadie está libre de imperfección. Yo soy un pesimista y un desencantado, desde que tuve mi revolución individual interna entre 2007 y 2009. Jo, han pasado a lo tonto 14 años de que mi cambio se asentara bien, y claro he ido progresivamente corrigiendo y aumentando cosillas, a través del conocimiento y la afinidad.
La ilusión no es una cosa que se pueda transmitir por ósmosis. Cada uno hace lo que cree conveniente para que al menos la conciencia la tenga tranquila, dentro de lo que cabe. Los depresivos tenemos tendencia al egocentrismo, pero también a la pérdida de autoestima y en creer que tenemos la culpa de todo.
Pues bien. Uno aprende con el tiempo conviviendo con esto que ni eres tan importante —prácticamente lo que pienses no le importa a nadie— y es más, es bueno que así sea. Cuando uno asume una derrota porque ve batallas inabarcables hay muchas cosas que carecen de sentido, y si a los otros les llena su botecito de narcisismo creerse tal o cual cosa, allá ellos, pero se vuelven muy pesados y tóxicos.
Hoy te dirán que votes, mañana que te deconstruyas, pasado que recicles. Por otro lado, gañanes y verdaderos negacionistas que actúan de forma directamente distinta. Imponer cosas sin que estés de acuerdo les pone, porque el poder es un elixir maravilloso mezclado con grandes prebendas.  Unos quieren que cambies porque el bien absoluto así lo dice… y te imponen una visión del mundo totalmente fuera de toda realidad —y las cosas reales son las que de verdad ocurren—. Los del otro lado del espectro basándose en dioses inventados unos, ideologías ajenas a nuestra cultura otros, y en el dios dinero todos, imponen la dura realidad —real más real que la realidad misma— de la desigualdad, de lo púdicamente moral y la consiguiente hipocresía y de la libertad muy fragmentada en cómodos plazos por el FMI.



Estoy en un sándwich de despropósitos.
Y mi burbuja a veces no es tan fuerte como para no ponerme de mal café.
La demagogia consigue eso en mí.

Y es que en el fondo de tanto pesimismo soy un utópico y quiero vivir eternamente en la República del Bidasoa, esa que pensara Don Pío, que a día de hoy no tendrá grandes fans entre los modernos. Ni entre los neoantiguos. Solo en los antiguos de corazón.
Esa sin moscas, sin frailes y sin carabineros. Las moscas, los frailes y los carabineros cambian con el tiempo… o no tanto. Todos somos caranineros de lo nuestro, pero a veces con demasiada intensidad, una intensidad contraria al buen gusto y a la tranquilidad de espíritu.



jueves, 6 de julio de 2023

Monotemas, corrientes y conciencia: ¡Vaya verano!

 





Desde que el mundo es mundo… bueno… desde que las redes sociales son redes sociales hay una cosa que me ha espeluznado sobre todas las cosas. El monotema. El lenguaje monotemático, martilleante, casi siempre fugaz y sobre todo pesado es un signo de los tiempos. Diría incluso de todos los tiempos, pero claro, con la interconexión total en la que chapoteamos como en un charco de y meada de vaca con aceite de motor quemado y negro de colofón cual jugadores de waterpolo puestos pues es aún peor. Cuando el hablar tol rato de lo mismo se vuelve irrespirable es cuando los que lo hacen suelen considerarse superiores que los demás. Ya sea por clase, por conocimientos o por moralidad. Recuerdo cuando la moralidad era cosa de meapilas, de la mujer del reverendo Lovejoy exclamando entre el tumulto: ¿pero es que nadie va a pensar en los niños? En la actualidad los niños son los demás, parece ser. Antes eran el infierno, ahora los peques de las redes. La puerilidad con la que se tratan todos los temas invita a pensar que es así. Cuando no existen sino los extremos dramáticos, los colores chillones, las regañinas, las burlas infantiles y la simplificación reduccionista. No hay apenas grises ni capas de contexto, sólo malos y buenos, nosotros y ellos. Un pensamiento que duda es por sistema un pensamiento del otro lado del espectro.



Me me vaya a enterar yo de que no votas.


En la realidad, sin embargo, todo es más complejo. Los hechos y las personas son más complicados que ese esquema que escapa a los pensamientos únicos. Muchas veces no tenemos fuerza o convicción para seguir la corriente, y preferimos quedarnos en la orilla fatigados y sucios bajo las inclemencias. Algunas otras la corriente que “deberíamos” seguir es tan tumultuosa o tan falaz que nos anclamos en medio del río. Y por lo mismo que antes, por debilidad, por falta de iniciativa… o porque queremos quedarnos ahí, que también podría ser.  Yo personalmente prefiero las llanuras de inundación o las islas poco transitadas. En el reduccionismo a ultranza suele ocurrir que ves enemigos en todas partes, como un paranoico. Los que no proceden según tus valores o tu moral son tan tontos que no te son indiferentes, son tus enemigos, te hacen algo. Yo aquí entono el mea culpa, pero a un nivel meramente estético. Me chirrían algunos comportamientos. La uniformidad me da miedo. Quiero decir, muchos diciendo lo mismo a la vez es un erial de la perspicacia y de la composición. El 99,99 % del resto de las personas nos debería dar igual. En realidad, de verdad de la buena, en el fondo, nos la sopla, y es así de una forma meridiana. Otra cosa es esa imperiosa necesidad de demostrar que somos buenas personas. Bueno, es una fantasía como cualquier otra. Verdaderamente queremos ser bondadosos con quienes nuestras supuestas herramientas morales nos dictan, aunque muchas veces eso provoca cortocircuitos en lo que viene siendo la coherencia, que tampoco es un valor muy en alza a la fecha de los corrientes. A los otros que les vayan dando mucho por saco entre otras cosas porque no se merecen mi consideración más distinguida. El tema moral, o directamente la moralina, dependiendo de las herramientas del paisanaje, determina quién merece esa ayuda —o esa lástima— y si los demás no son sensibles al mismo asunto, pues son unos malvados. De nuevo el reduccionismo. No voy a poner ejemplos; que cada cual busque los suyos, pero yo digo, como autoafirmación, siendo un despojo, un mamarracho, un tuercebotas… un mameluco: basta. Yo me planto. De hecho, ya me planté. Solamente creo que debo explicaciones a mí mismo. Los demás juzgan… que juzguen. Todos juzgamos en nuestra mente los procederes de los demás, no lo niego ni un instante, pero vivimos en una sociedad y cada cual que hago lo que quiera. Bueno, es mejor decir que cada uno haga lo que buenamente pueda. La vida es bastante mala como para permitirnos a todos hacer lo que nos dé la gana. Existen factores limitantes dentro y fuera, legislativos, de talentos, de destrezas, de la propia naturaleza y de nuestra propia conciencia. Hacemos lo que podemos, que es bastante. Pero dentro de esto sí que debería utilizar esta palabreja aquí. Sean más empáticos* con sus semejantes, si quieren hacer ese esfuerzo. No es obligatorio, no es ni siquiera necesario para querer a las personas, pero por favor… no les deis la turra a lo demás con superioridades morales de baratillo. No tengáis la impostura narcisista de decir: «yo sé lo que tienes que hacer». Para empezar no tienes ni idea la mayoría de veces ni de lo que tienes que hacer tú, y para acabar porque a lo mejor no te han preguntado.



SOY EL MEGOR Y TU NO


*Hay un oxímoron en esos de que hay que crear sociedades empáticas o corrientes empáticas… La empatía es una capacidad totalmente personal, individual, y por lo tanto no compartible con los demás. Ponerse en el lugar del otro —un lugar común para explicarla— es imposible de una forma general. Es lo que tiene ser un tiquismiquis con los términos.