Eran de dos asignaturas diferentes, una relacionada con física —pues la profesora era la que me dio Física las distintas veces que la cursé, Inmaculada Domínguez— y otra con la Geología Estructural. Esto es lo más curioso. El profesor con nombre marroquí inventado era en realidad un pakistaní que estuvo en la facultad haciendo la tesis y del que jamás supimos su nombre, aunque mi amigo Raef lo bautizó como Farala, por aquello de «tenemos nueva chica en la oficina» la primera vez que lo vimos entrar en la cafetería.
Ambos exámenes eran una mezcla de tipo test y preguntas muy
cortas. Cuando llegué a hacerlos la gente aún estaba en una extraña clase en
una zona porticada y había transparencias de sinclinales y anticlinales. Daba
clases el señor pakistaní, pero con un acento muy de aquí, supongo que por
referencias a mi profe de matemáticas, Paco, que era de Pulianas (Granada) pero
converso al Islam. Al salir de la clase estábamos en una mezcla de la puerta
del Aula Magna de la Facultad de Ciencias y un bar de mi pueblo, Las Palmeras. Había
mucha gente de mi pasado, pero ya desconocía sus nombres e incluso sus caras. De
repente vi a uno que empezó conmigo en año 94, que iba tan poco al clase que le
llamábamos el «nuevo». Temía no acordarme de su nombre, pero no. Era Antonio.
Antonio Marín Quiñones, me decía para mí mismo. Su cara era tan nítida que le
venía la cara recién afeitada y sonrosada con singular definición.
Los exámenes empezaron en esa parte como de claustro antiguo. Unas mesas gigantes nos acogían. No estábamos ordenado sino desparramados; algunos se sentaban en escaleras que conducían a una luminosa puerta al fondo. Todo tenía un sabor muy antiguo, casi escolástico. Nos repartieron unos volúmenes. Eran las pruebas. Las preguntas venían precedidas de textos larguísimos. Ambos constaban de mil preguntas. O sea, teníamos que hacer dos mil preguntas sin tiempo definido. Y leernos esos prólogos farragosos.
Para contestar algunas tenías que haber leído libros completos. Íbamos cambiando de sitio. Una plaza con bar con grandes ficus estilo Murcia, donde el profesor que ya había dejado de ser pakistaní para transformarse en un español tipo cantautor, me dijo que como no pagara no podía seguir haciendo el examen. Fui a un cajero en el hall de la facultad que a su vez contenía a la plaza, el bar y los ficus gigantes. Metí mi tarjeta y me decía que llevaba cuatro convocatorias y ninguna pagada. ¡Qué desazón! No recordaba haber agotado ninguna de ellas. Empecé a sentir lo mismo que sentía por aquel entonces cuando estudiaba. Un asco, un agobio tal que me anulaba. Me escupía la tarjeta porque no me sabía el pin… —eso es justamente lo que me pasa ahora—… estaba agobiándome porque anochecía. Por casualidad mi padre pasaba por allí y le pedí prestada la suya con miedo a que me dijese algo por estar haciendo exámenes sin pagar la matrícula. No, me la dejó y pagué y en la pantalla del cajero salió un mensaje con el tiempo que quedaba para que acabase dicha convocatoria. Menos de 24 horas.
Me dirigí a la mesa y de repente ahora estamos a la intemperie, en la explanada
de fuera de la facultad. No había coches ni casi luces. Una vegetación más
frondosa de la que recordaba cuando yo iba, selvática; y como en mucha de las
ocasiones que sueño con estas cosas de la universidad el edificio se veía
abandonado y sucio, surcado de grietas y raíces. La luz que nos iluminaba era
azulada y venía de unas estrellas que estaban cerquísima de nosotros…
De nuevo en el claustro. Tenía luz y tranquilidad de hora de la siesta. Había acabado hacía mucho en una extraña habitación el de físicas, o eso recordaba, pero en el que había sido de estructural me quedaban muchísimas preguntas. A mí ya me daba igual suspender o aprobar. El único que seguía haciendo el examen era yo y el profesor discutía sobre verdades filosóficas con unas alumnas que habían acabado ya, con una arrogancia y una chulería que se acercaba al acoso. Algo me obligaba a seguir allí, ya repasando esas páginas sin ton ni son, escribiendo con mi pluma azul pequeños apuntes en negro en los márgenes para aclararme sin conseguirlo. Estaba comenzando ya a llorar de impotencia.
Entonces me desperté. Me estaba meando. Eran las ocho —quince minutos antes del despertador— y la luz entraba ya fuerte por el hilillo de puerta abierta del cuarto de baño. Dormí casi siete horas del tirón. He soñado otras cosas que me angustiaron mucho también, pero ahora no las recuerdo. Estaba cansadísimo y tuve que darme otros tres cuartos de hora de sueño para incorporarme al mundo vigil.